El cartujo pasa la tarde leyendo El líder y la masa. La génesis de la democracia recitativa (Edhasa, 2017), del italiano Emilio Gentile. El tiempo se le va como un suspiro, oscurece y él se queda sentado, tieso en su desvencijado pupitre, pensando en la ilusión democrática en México y otros países donde impera la voz de un jefe ante el regocijo del “pueblo”, tan expresivo en las plazas y en las redes sociales. Hay quienes celebran esta situación, garantiza —dicen— gobernabilidad y decisiones rápidas. Otros, en cambio, la miran “como un veneno mortal para la democracia representativa, porque transforma al ‘gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo’ (según la célebre definición de Abraham Lincoln) en una democracia recitativa en que los protagonistas son el jefe y la multitud, uno cada vez más provisto de poder, la otra cada vez más rebajada a multitud votante, aplaudidora e incluso aclamadora, pero por completo carente de influencia sobre el poder y sobre las decisiones del jefe”.
Gentile recorre la historia de la relación entre el líder y la multitud desde la Grecia antigua hasta nuestros días. Con la Revolución francesa —afirma— comenzó la era de las masas, y con Napoleón Bonaparte surge la primera experiencia de democracia recitativa. Fue “el primer jefe en imponer un régimen de gobierno personal pidiendo de los gobernados, y obteniendo mediante un plebiscito, la renuncia voluntaria a la libertad y al derecho a elegir y revocar a los gobernantes”. De esta manera, en nombre de la soberanía del pueblo se creó el Imperio napoleónico —y en nombre de la misma soberanía se han creado después muchos otros regímenes donde solo prevalece la voluntad del jefe, como se pretende hacer en México, con la sociedad civil y la prensa crítica bajo asedio, los partidos de oposición desprestigiados y apáticos y un Congreso con una mayoría servil, atenta a los deseos de su amo.
La imaginación del pueblo
Para Napoleón Bonaparte, el jefe debía despertar la imaginación del pueblo, hacerlo soñar. Gustave Le Bon (1841-1931), famoso por sus estudios sobre la psicología de las multitudes, estaba de acuerdo con el Gran Corso. Para conquistar a las masas —decía— no eran necesarias la inteligencia ni la cultura, sino las palabras, bien elegidas, repetidas una y otra vez, dirigidas a las aspiraciones del auditorio; era conveniente también recurrir a las exageraciones, a las afirmaciones sin sustento, pero difíciles de comprobar. Para él —como para Napoleón— la creación de imágenes resultaba indispensable para seducir a las masas. Cada imagen debía ser imponente y nítida, “desligada de cualquier interpretación accesoria, sin otro acompañamiento que el de algunos hechos maravillosos o misteriosos: una gran victoria, un gran milagro, un gran delito, una gran esperanza. Hay que presentar las cosas en bloque, sin indicar alguna vez su génesis”, afirmaba Le Bon, citado ampliamente por Gentile.
Es difícil leer el libro del ensayista italiano sin pensar en México, donde el jefe se ha vuelto omnipresente. Desde la mañana hasta la noche sus palabras acaparan los espacios. Crea imágenes, siembra esperanzas, desafía a la realidad, impone su manera de ver las cosas, y la multitud le cree y lo sigue como un rebaño a su pastor.
En la contraportada de El líder y la masa, el anónimo redactor se pregunta: “¿Cuál es la siguiente transformación, en un mundo donde la verdad de los hechos cuenta menos que la habilidad para narrarlos o incluso negarlos?” Nadie lo sabe. Pero en nuestro país, por ejemplo, en un semestre teñido de sangre, donde las cifras oficiales revelan el horror de tres feminicidios y alrededor de 50 mujeres violadas cada día, donde la inseguridad aumenta y los ajustes de cuentas entre bandas del crimen organizado son cada vez más brutales, el jefe ve una sociedad feliz, feliz, feliz. Y sus acólitos lo aclaman, como lo hacen con cada una de sus ocurrencias en la economía, en la educación, en la cultura, en la ciencia. El país no crece económicamente, pero eso a él no le preocupa, “hay una mejor distribución de la riqueza y por eso hay desarrollo y hay bienestar” —dice sonriente, sin reparar en los casi 2 millones de desempleados a lo largo y ancho del territorio nacional, muchos de ellos debido a sus decisiones.
La familia felizEl futuro de la democracia está en duda en muchas partes del mundo; la desilusión y la desconfianza de los ciudadanos ha provocado la personalización de la política, el ascenso de jefes para quienes, al margen de las instituciones e incluso de las leyes, la multitud es el único interlocutor válido. Esta es la democracia recitativa, la cual no cancela “la libre elección de los gobernantes por parte de los gobernados, pero la vuelve irrelevante para la política del jefe después de elegido para el gobierno. (…) La democracia recitativa contemporánea es una refinada forma de demagogia, que pretendería hacer que la democracia del jefe y las multitudes figure entre las mejores formas de gobierno”. Pero en realidad es la peor, “porque obra para dejar a los gobernados en una condición de multitud apática, aplacada y tonta, similar a las familias dichosas de los spots publicitarios, incapaces aun de notar que viven en una democracia de este tipo, en que la libertad, como la elección y la revocación de los gobernantes, es solo uno de los papeles asignados en el guión”.
Inmóvil en su pupitre, el monje piensa en el libro de Gentile, en la democracia mexicana, y se pone a llorar.
Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.