Cultura

La trágica historia de los caballos bailarines

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  • La trágica historia de los caballos bailarines
  • José de la Colina

En una tarde de 1983 en que Monterroso y yo coincidimos en la búsqueda de rarezas en una librería de viejo, en cuyo fondo y entre las estanterías un enorme gato nos miraba tristemente, Tito contó, tras hacerme notar la tristeza en los ojos del animal, que con su esposa Bárbara Jacobs estaba haciendo una antología de cuentos tristes para una editorial barcelonesa. Habían colectado ya muchas piezas maestras, entre estas algunas con animales: loro (el de Flaubert), mono (el escalofriante “Izur” de Lugones), vaca (la de Clarín), perros (uno de Thomas Mann, otro de Bellow), etcétera, pero ninguna que tuviera como protagonista a un caballo. Me preguntó si yo conocía algún relato triste de asunto hípico, y le dije que había leído en una revista cierta historia triste con caballos chinos y danzantes. Prometí buscarlo y enviárselo, pero no encontré el texto.

Años después, en 1983, los dos autores publicaron en la editorial Hermes su Antología del cuento triste. En el libro hay relatos que verdaderamente justifican el adjetivo, entre ellos un cuento en el que, efectivamente, hay un caballo (“La gran rubia”, de Dorothy Parker).

Veinticinco años después de aquella tarde, mientras buscaba un libro en el caos rampante que impera en mis libreros, hallé por casualidad una colección de la Revista Mexicana de Literatura de la primera época, dirigida por Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes, y en el número 5, de julio-agosto de 1956, está el relato de los caballos danzantes chinos, no precisamente un cuento sino un relato histórico, o digamos un cuento de no-ficción, que fue escrito hacia 850 por un tal Cheng Chu-Hui, cronista o historiador, y recogido por Arthur Walley en uno de sus libros sobre literatura china. Y aquí va algo abreviada, algo sintácticamente modificada por mí y ofrecida al fantasma de Tito Monterroso (esperando que me perdone la tardanza), esta que, a mi juicio, es una de las historias más bellas, atroces y tristes que la realidad y una prosa impasible hayan puesto en el papel: una pequeña historia lateral que dentro de la gran Historia canta tristemente acerca de artistas y hombres de poder.

“El emperador Hsuan Tsung tenía cien caballos que aprendieron a bailar. Llegaban del extranjero como tributos, y el emperador los destinó a un entrenamiento especial para que lucieran al máximo sus destrezas. Tenían nombres de distinción y afecto: el Mimado Imperial, el Favorito de Palacio, el Bañado en Plata, etc. Portaban mantos de hermoso bordado y riendas trenzadas con hilos de oro y plata, y bailaban al compás de la Tonada de la Copa Inclinada, que tenía más de veinte ritmos, pero a cada uno ajustaban perfectamente sus pasos.

“Construyó el Emperador una plataforma de madera con tres niveles. Por una rampa los caballerangos conducían a los caballos al nivel superior, donde danzaban con deslumbrante vivacidad, o bien hombres de fuerza titánica sostenían con los brazos un tablado en el que bailaba uno de los caballos. Los músicos, solo jóvenes de gran belleza, todos con camisas de color amarillo pálido y con cinturones de jade tallado, se dividían durante estas representaciones en cuatro pequeñas orquestas, colocadas a derecha e izquierda, al frente y detrás de la gran tarima. Y al celebrarse el cumpleaños del emperador los caballos le ofrecían una función especial al pie de la Torre del Difícil Gobierno.

“Entonces llegó la victoriosa revolución de An Lu-shan. El emperador se refugió en Szechwan y los caballos bailarines, a los que el ahora contrario An Lu-shan había admirado a menudo en la corte, fueron llevados al cuartel de Fan Yang. Y, derrocado An Lu-shan, los finos animales pasaron a manos del general T’tien Ch’eng-su, quien, desconociendo el origen y el arte de los bellos animales, los envió a los establos comunes, con los caballos del ejército.

“Un día hubo un banquete en las barracas y la banda de música tocó algunas piezas que los caballos conocían; y se pusieron a bailarlas.

“Y bailaron y bailaron los caballos, y los mozos del establo, creyendo que estaban endemoniados, empezaron a golpearlos con estacas. Los caballos, temiendo que los castigaban por no llevar bien el ritmo, se esforzaron aún más en afinar su baile.

“Por fin el caballerango mayor informó al general T’ien que los caballos se comportaban de modo inconveniente.

—¡Denles de palos hasta que paren|! —ordenó el general.

“Y así, cuanto más y mejor bailaban los caballos más se les castigaba a estacazos, hasta que iban cayendo muertos.

“Algunos soldados habían reconocido a los caballos bailarines de Hsuan Tsung y los compadecieron, pero, como el general T’ien era hombre de tal carácter violento, nadie osó protestar por aquella matanza”.

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