Como flor crecida en el triste barrio de San Miguel estaba Rosa Li, mi amada y nunca ganada y para siempre perdida. En Isabel la Católica esquina con República del Uruguay o del Salvador, había un café de chinos regido tras la caja y el mostrador por un flaco y largo cantonés y su redonda esposa mexicana, siempre adormilados. La única que parecía allí trabajar, sirviendo chopsueys y cafés con leche y pan dulce, era una bella muchacha de infrecuente sonrisa, pero cuando sonreía, entonces yo deliraba. Llegaba hasta el separo en que estábamos sentados Arturo Pérez Hortigüela, Fernando Toba y yo, y con voz tenue, en lengua española —pero en la que oías, implícitos, los líquidos diptongos de la lengua china—, preguntaba qué tomaríamos.
Una noche yo, atontado de loco amor, pedí un “café de chinos”, para risa de mis amigos, y ahora sí sonrió ella. A los tres nos fascinaba y apostábamos quién sería el primero en invitarla a un paseo, al cine, a lo que se ofreciese, quién el primero en lograr besarla y, con suerte, algo más: poseerla en el lecho, con lo cual de paso el afortunado lograría saber si las chinitas tienen un sexo horizontal. Pero solo hubo, de parte de Hortigüela, un brusco, un medroso, intento de invitación, dicho con tono pretendidamente mexicano: “Qué hubo, chula, ¿cuándo vamos al cine?”, que ella rechazó en silencio, con una sonrisa un poco más larga que las habituales y un meneíto lateral de la cabeza.
Una tarde Rosa Li ya no estaba en el cafetucho de los padres, ni nunca más, y aun cuando todavía fuimos allí en espera de su reaparición, ya solo atendía a los clientes la redonda mamá, ahora un poco menos adormilada que de costumbre, mientras que el chino había abdicado del silencio y tras el mostrador solía discutir con otros chinos, tres o cuatro, emitiendo cada uno la misma voz delgada, chillona, acaso áfona, profusa en diptongos que se desgranaban veloces como notas martilladas en un xilófono por un virtuoso enloquecido, y nosotros sospechábamos que se discutía el ignoto paradero de Rosa Li. ¿Se la habría llevado algún avieso señor de la misteriosa hampa china, sabio en las arteras artes del sigilo, la intriga y la tortura, acaso el diabólico doctor Fumanchú, que actuaría siniestramente tras las honestas fachadas de los comercios chinos de la calle de Dolores?
Unos meses, tal vez un año después, Hortigüela me dijo: Ya sé qué es de Rosa Li. No, hombre. Sí, ya la encontré. A poco, ¿dónde? A ver, adivina. No tengo idea, ¿dónde? Pero dónde piensas. No jodas, no sé, en los cafés chinos de Dolores. Tst, no. Pues dime. En el putal de Meave. No qué. Sí que. Dónde está eso. En la calle de Meave, casi esquina con San Juan. No te creo. La vi y allí está. Pero qué hace allí. Qué crees. De puta, entonces. No será de monjita. Pero cómo puede ser. Le habrá dado un ataque de putez, digo yo. Pinche Hortigüela, no te creo. Pinche Colina, si quieres apostamos. Chin con la chinita. Vamos a verla el sábado por la noche, ¿juega?
Fue como una cuchillada, porque yo estaba enamorado tan auténtica y románticamente de Rosa Li que ni siquiera la profanaba incluyéndola, aunque así me lo requiriese el deseo, en las fiestas solitarias que me dejaban más turbado que sereno. Pero, haciéndome el valiente, fuimos al lupanar de Meave, la callejuela de un solo tramo entre República de El Salvador y Vizcaínas.
El prostíbulo era un laberinto de cuartitos en torno al saloncito central con media docena de mesas donde las putas se dedicaban a hacerse pagar el mayor número posible de copas por los clientes. Un meloso y esponjoso bolero, ya conocido y envenenador de almas incautas desde los tiempos en que yo vivía en La Merced resucitaba mortífero, maldito sea, desde la gran victrola de luminosos tubitos de plástico diversamente coloridos. Habíamos ido a ver a Rosa Li y de ser posible tenerla. Y, sí, ésa y algunas otras noches de sábado allí estaba Rosa Li, ya irremediablemente flor de fango como en el más fangoso melodrama cabaretero del cine mexicano, y siempre en compañía de algún cliente. Rosa Li, más bella, más deseable, más sonriente que nunca, al parecer no reconociéndonos aunque su mesa estuviera a poca distancia de la nuestra. Inequívocamente era ella, princesa ya totalmente emputecida y visiblemente contenta de haber escapado a su reino de café con leche y chopsueys, pero no al maléfico embrujo de la victrola, que quizá fue la que corrompió a Rosa Li.
Por su parte, la victrola del café de chinos seguía cantando:
En un bosque de
la China una
china se perdió y como
yo era un perdido
nos encontramos los dos…