Cultura

Flynn, príncipe de la aventura

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  • José de la Colina

En mis mocedades el cine de aventuras era esa segunda vida que se desplegaba en cualquier matiné de algún popular cine de barrio gracias, por ejemplo, a una película de Errol Flynn dirigida en los años treinta por Michael Curtiz, digamos El capitán Sangre. Y entre los muchos momentos de exaltación que recuerdo haberme dado en el cine está aquel de esa película en que el doctor Peter Blood (Flynn), escapado con otros prisioneros de la cárcel británica de una isla del Caribe en la cual purgaba el delito de una supuesta traición a la corona británica, tomaba por sorpresa un gran barco velero, se erigía en capitán pirata, gritaba a la improvisada tripulación: “¡Izad las velas!”... y las velas se alzaban, se desplegaban en los altos mástiles, se hinchaban pletóricas de viento, de libertad, de grandiosa música sinfónica del gran Erich W. Korngold. Se iniciaba así el visible sueño de una numerosa, inextinguible aventura made in Hollywood: la epopeya “errolfliniana”.

En un par de años se cumplirán los 110 años del nacimiento de Errol Flynn (Tasmania, Australia, 1909-Vancouver, Canadá, 1959), cuya garbosa versión en carne y hueso (“y un pedazo de pescuezo”, decíamos los niños del Colegio Madrid) solo vivió los únicos cincuenta años de su vida doblemente aureolada de fama y de escándalo. Actuó en una sesentena de películas, es decir de sueños fílmicos reiterados en las pantallas donde se reunían “todas las miradas de todos los ojos” (decía Apollinaire). Frecuentemente bajo la certera mano directora de Michael Curtiz o la de Raoul Walsh, el actor atleta y dandi ponía en pie la imagen del gran héroe aventurero que hacía vibrar al público con las múltiples variantes de un casi inalterado prototipo.

Errol, el garboso y siempre sonriente galán aventurero que niños y muchachos soñábamos ser, fue espadachín en el Londres eduardiano (El príncipe y el mendigo), fue el legendario jefe de los bandidos-guerrilleros de Sherwood Forest (Las aventuras de Robin Hood), fue capitán corsario en los mares ingleses disputados por los españoles y otros rivales imperialistas (El capitán Sangre, El halcón de los mares), fue lancero británico en la India colonial (La carga de la brigada ligera), fue cowboy y sheriff en los violentos villorrios del Oeste estadunidense (Dodge City), fue maestro espadachín en la corte española (Aventuras de Don Juan), fue el muy idealizado general Custer, goloso de las cebollas a la crema y guerrero a caballo, que sucumbía acribillado por un cerco de indios (la sublime Murieron con las botas puestas), fue el héroe inglés o estadunidense filtrado en algún país europeo para liberar del yugo nazi a todo el continente (Desperate Journey, Northern Pursuit), fue el hidalgo boxeador Jim Corbett (Gentleman Jim), fue el esforzado y valiente cabecilla de paratroopers que guerreaba o guerrilleaba en la jungla ocupada por los japoneses (Aventuras en Birmania) y fue gran personaje hemingwayano en Y ahora sale el sol. Y durante más o menos quince años (que en el pasajero cine es una eternidad) fue un superastro en el big parade de Hollywood y el irremplazable Príncipe de la Aventura.

Al hombre que tantas veces sonreía con la espada entre los dientes la muerte lo sorprendió en formato de crisis cardiaca cuando, alcohólico, enfermo, envejecido pero aún de elegante bigotillo, trabajosamente se desempeñaba en inmerecidas películas de tercera categoría, la última de las cuales fue un barato bodrio de apenas 68 minutos titulado Cuban Rebel Girls, en el cual combatía en Sierra Maestra portando el brazalete del M-26 de julio. Pero de ese astro marchito por la decadencia, los vicios y la enfermedad nos queda su refulgente fantasma en las pantallas de televisión, en los videos, en las añorantes sesiones de cineclub que pasan y repasan una selecta porción de películas de su periodo de adorado astro dorado. Y nos queda el fantasma muy vivo del peleador dandi de leve sonrisa bajo el fino bigotillo, el eterno galán de damas dotadas con el reiterado rostro de Olivia de Havilland (quien fue su amada y amorosa en no menos de nueve filmes entre los más épicos, románticos y vistosos de su filmografía).

De todos los héroes del cine épico que nos ha dado la gran “fábrica de sueños” de Hollywood, desde el Douglas Fairbanks del silencioso Robin de los bosques al Harrison Ford de la sonora y colorida tetralogía Indiana Jones, Errol Flynn es el que con más galanura portó el ondulante penacho de Príncipe de la Aventura. Y aún es el airoso héroe de los sueños vividos en las gloriosas, las inmortales hazañas ahora revividas en las (a veces) nostálgicas pantallas de cristal de la televisión.

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