Bouligneaux, teniente general, y Wartigny, mariscal de campo, hombres de gran valor y muy singulares, murieron en batalla frente a Verue —escribe el duque de Saint-Simon—. El invierno anterior se habían confeccionado muchas máscaras de cera y al natural de personas de la corte, quienes las portaban bajo otras, de modo que, si se desenmascaraban, uno quedaba engañado tomando la segunda máscara por el rostro real, pero había debajo un rostro verdadero y diferente, y esta broma divertía mucho. En este invierno hubo aún más diversión. Grande fue la sorpresa cuando alguien halló estas máscaras bien conservadas y bien guardadas tras el carnaval, excepto las de Bouligneaux y Wartiny, las cuales, si bien conservaban su perfecto parecido, tenían la palidez y la rigidez de personas recién muertas. Con esas caretas aparecieron una noche de baile, y causaron tal horror que se intentó mejorarlas con un tinte rojo, pero éste se desvanecía inmediatamente y la rigidez no menguaba. El hecho me pareció tan extraordinario que he creído que merecía ser reportado, y lo hago porque toda la corte y yo fuimos testigos estupefactos de tan extraña singularidad. Finalmente, se tiraron las dos máscaras”.
El autor de esta página memoriosa que se aproxima a la literatura fantástica es Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (París, 1675–1755), quien, bajo el reinado de Luis XIV o Le Roi Soleil, fue brigadier de mosqueteros a caballo, oficial militar en dos importantes batallas, las de Namur y Neerwinden, y luego embajador en la corte de España, a la cual admiraba por causa de su muy ritual etiqueta y las elegantes vestimentas en negro. Sus pasiones íntimas eran la monarquía francesa como el mejor de los sistemas y las jerarquías aristocráticas y el ceremonial de la nobleza, formas según él perfectas de un deseable orden del mundo. Autodesignado espía de la vida de palacio con fino oído para el murmullo de las antesalas y los rincones, cronicó minuciosamente las intrigas, los vaivenes y la chismosería de la vida cortesana en Versalles, y su principal manía fue la escritura de sus Memorias. Torrencialmente grafómano desde los 19 años hasta su muerte a los 80, pasaría noches insomnes moviendo la pluma de ave, la cual solo en el tiempo de un parpadeo se alzaba del renglón escrito para ir a picotear en el tintero e inmediatamente volver a susurrar sobre el papel. De él dijo Chateaubriand, uno de sus primeros descubridores, que “escribía atropelladamente hacia la posteridad”.
¿Pero pensaba el duque en la posteridad? Más bien se complacía en habitar sus recuerdos y en volver la espalda al siglo XVIII (que en su segunda mitad sería el de Locke, de Leibniz, de Voltaire y Diderot y la Enciclopedia, es decir: el Siglo de las Luces), pero, cortesano agradecido o rencoroso, historiador y redactor incorrecto, cronista aburrido o divertido, a veces trivial y a veces agudo, y particularmente gran observador (¿o inventor?) de los caracteres y los cabildeos de personas, personajillos y personajazos, iba convirtiéndose en un gran cronista y en un escritor cuya modernidad sería descubierta por Stendhal, Saint-Beuve y Proust (en quien influyó con sus largos y culebreantes párrafos), y por Jean Cocteau, Blaise Cendrars y Julien Gracq.
Saint-Simon sazonaba el poderoso torrente de su prosa con greguerías o caricaturas que ponían en pie a Bélébat, “un a modo de elefante en cuanto al cuerpo, un a modo de buey en cuanto al espíritu”; a Fagon “gruñendo acaracolado sobre su bastón”; a Marlborough “vegetando entre sus apoplejías”; a Madame de Chaulnes, “una especie de guardia suizo vestido de mujer”; a D’Estrées, “una botella de tinta demasiado llena que, de pronto derribada, vierte cataratas y charcos”, y a Villeroy “piafando y pavoneándose como un caballito de carrusel”…
Voluntario espía de una minihistórica realidad cortesana que iría apagándose desde que se extinguió el Roi Soleil, el minucioso prosador entristecía y se llenaba de un especie de abstracto rencor cuando, a medida que escribía, iba previendo la fugacidad, el anacronismo y la final evaporación de aquel tiempo pasado en el que se refugiaba del viento y los torbellinos de la Historia ejerciendo su memoria vampírica y su pluma afilada. Quizá la percepción de la fantasmalidad de un régimen dizque perfecto, o de cualesquiera regímenes soñados, lo motivó a registrar esa anécdota, ese casi cuento de non-fiction con máscaras fantasmales que gustosamente habrían firmado algunos de los grandes autores proclives al género fantástico, digamos Von Arnim o Nerval o Hoffmam o Poe.