Cultura

Esta oscura desbandada hacia…

  • Los inmortales del momento
  • Esta oscura desbandada hacia…
  • José de la Colina

Considerablemente famoso en su tiempo entre los escritores europeos e iberoamericanos, y hoy inmerecidamente demasiado poco leído, el gran novelista portugués Eça de Queiroz (nacido en Pavoa de Varzin, Portugal, 1845, fallecido en París, 1900), es autor, entre otras obras, de La ilustre casa de Ramires, de La ciudad y las sierras, de la novela detectivesca El misterio de la carretera de Cintra, de la novela/fábula El mandarín y de El crimen del padre Amaro. Fue, mucho antes de su futuro compatriota Fernando Pessoa y del poeta español Antonio Machado, un inventor de esos fantasmas literarios, de esos avatares del alter ego que son los seudónimos intensificados en heterónimos, es decir en los otros personajes que habitan tanto en un escritor o artista como en cualquiera de nosotros.

El acaso más vivo entre el variado grupo de personajes que también fue Eça, es aquel a quien el novelista, en la carta a un amigo real —es decir alguien realmente en carne y hueso y “un pedazo de pescuezo” según añadíamos los chicos endiablados del Colegio Madrid—, describía como un “hombre distinguido, un poeta, un viajero, un filósofo en las horas perdidas, un gentleman intelectual y voluptuoso”: el tal Fradique Mendes.

Quizá enfundado en una suntuosa bata de terciopelo y con el rostro centelleante por un monóculo como aquel de los retratos de su creador y escoliasta, el dandi Fradique Mendes discurría en ráfagas de prosa acerca de la necesidad o la inutilidad de la aventura; de los dudosos valores espirituales y morales establecidos en la sociedad portuguesa; de una caníbal congoleña con quien decía haber maravillosamente copulado a riesgo de ser masticado de los pies a la cabeza; de la incierta, dialogable, discutible y propicia tanto a la retórica como al ejercicio de la duda y a final de cuentas imprescindible idea de la inmortalidad del alma; de cualquier plato de la sabrosísima comida portuguesa o de la elegante gastronomía cosmopolita; o, en fin, de algún trivial suceso acaecido en cualesquiera de las calles de Lisboa e inmediatamente comentado en tertuliera sesión en torno de las mesas adláteres a la acera de un café también lisboeta (¿quizá el mismo donde ahora Pessoa está presente, sentado en formato de estatua metálica?).

Dizque carteándose con su hijo de ficción, De Queiroz logró, en el libro titulado Epistolario de Fradique Mendes, quizá su pieza maestra, una obra clásica de la lengua portuguesa, una suerte de digresiva novela sin central acción y uno de los más bellos libros inclasificables de la literatura mundial. Con esta obra miscelánea y divagatoria, hermana quizá no menor del Sartus Resartus de Carlyle, del Tristran Shandy de Laurence Sterne, del Juan de Mairena de Antonio Machado, el portugués De Queiroz puso en pie, en su imaginación y en la de los muchos lectores que poseyó en vida, a ese pensador que, pese al monóculo irónico, no carecía “de una piedad que yacía en el fondo de su alma como manantial de agua pura en tierra rica, y siempre pronto a brotar”. Ese es el tono de una página severa, tierna y magistral que supondríamos tomada de un sermón descendido de un púlpito del cristianismo matizado de ateísmo, el cual párrafo vibra con una retórica a la vez lírica y enérgica, asumiendo la compasión por la humanidad y oscilando entre la quimera y el nihilismo:

“Todos los que vivimos en este planeta formamos un inmenso tropel que marcha oscuramente hacia la nada. Nos rodea una Naturaleza inconsciente, impasible, perecedera como nosotros, que no nos entiende ni nos ve, y nunca nos permite esperar de ella auxilio o consolación. Para orientarnos en el vendaval que nos arrastra sólo contamos con un secular consejo, sagrado fruto de toda la experiencia humana: ‘¡Ayudaos unos a los otros!’ Y sea entonces que, en la tumultuosa caminata en la que se entrecruzan los innumerables pasos, cada uno ofrezca la mitad de su pan a quien pasa hambre, comparta su manta con quien tiembla de frío, acuda a sostener con el brazo a quien va a caer, y evite pisar a quien ya ha caído; y, si alguno de ellos caminase mejor abastecido y fuerte que sus hermanos de condición, pero se viese necesitado de la solidaridad de las almas, sea, entonces, que las almas abran el pecho y derramen simpatía hacia él…

“Sólo de este modo lograremos dar alguna belleza y alguna dignidad a esta oscura desbandada hacia la Muerte.”

Recuerdo esta vibrante página noches después del sismo del 19 de septiembre cuyos golpes sigue repercutiendo en el dolor y el temor. No la considero un rezo, porque sospecho que Eça de Queiroz, y de paso Fradique Mendes, eran ateos o cuando menos eran agnósticos. Es una página que palpita como dicha en voz alzada desde un íntimo susurro y que hoy, y para siempre, suena viva con su elegancia moral y literaria. El autor Eça y su otro yo, Fradique, se arriesgan a ser cordiales más allá de la frialdad dandística y nos hablan en profunda hermandad.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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