Cuando en una tarde de finales del siglo y en una taberna tertuliera de la ciudad de Londres entró Georges Boswell, el primero y el mejor de los biógrafos de un gran hombre de letras que habría de hacerse legendario: el doctor Samuel Johnson, y comentó que el gobierno, atendiendo a la recomendación de los médicos oficiales, había decretado el exterminio de todos los felinos, fuesen domésticos o callejeros, pero sospechosos de ser portadores de infecciones, la ira centelleó en los ojos del doctor Johnson, quien proclamó: "Hagan [los del gobierno] lo que quieran, pero si alguien intenta tocar un solo pelo de mi querido Hodge, no lo hará sin pasar antes sobre mi cadáver".
Es de saberse que Hodge, ¿gato de selecta raza o gato común?, era un esnob, y se negaba a comer otra cosa que ostras, y por lo tanto podía verse al ilustre Johnson ir cada mañana al mercado en busca del alimento casi único del exigente compañero de cinco extremidades (cuatro patas más el rabo, que el doctor solía acariciar largamente hasta que Hodge, excitado, emitía un maullido entre cariñoso y amenazante). Sin embargo, contra lo que podía esperarse, Johnson fue muy seco al definir en su celebérrimo Diccionario a los hermanos de especie de Hodge: "Gato= animal doméstico que atrapa ratones, comúnmente clasificado como un subgénero de la especie leonina".
Sí, "subgénero", eso escribió el doctor acerca de los similares de su querido Hodge, y conste que él mismo había dicho aquello mucho más célebre de que, si le dieran a escoger entre salvar a su patria o a su amigo, elegiría al amigo.Y al menos el doctor queda como un ejemplo de la predilección de los intelectuales, los escritores y los artistas por los gatos como compañeros de la intimidad culta... aunque hay eruditos que consideran los términos "cultura" y "ocio" (así, entrecomillados para mayor risa despectiva) como meros vocablos sinónimos.
El que no recataba su gatofilia, y esto sucedía ya en el siglo XIX era uno de los mayores autores de todos los tiempos: el francés Charles Baudelaire, quien además forma parte de mi trunvirato de poetas (y los otros dos, dicho sea de paso, son Dante y San Juan de la Cruz). "Ven a mi pecho amoroso", le dice Baudelaire al "gato misterioso, gato seráfico, gato extraño", a quien le oía una voz "tan sutil como armoniosa", lo tenía por "un hada o un dios", y además afirmaba que los chinos podían leer la hora del día en los ojos de los felinos. Lo cual es muy natural y fácilmente comprobable, pues, según los cambios de la luz solar, las pupilas felinas se agrandan o achican más espectacularmente que las de nuestros ojos.
Es atribuible a quién sabe cuál de los poetas la opinión de que Dios creó al gato para que el hombre acariciara (¿metafóricamente?) al tigre, de quien otro enorme poeta de lengua inglesa, William Blake, al ver a la bella fiera como una versión superlativa del gato, escribió: "Tigre, tigre, llameante luz en las selvas de la noche".
En la misma lengua (pero de otro modo, claro está) el poeta T. S. Eliot, ya en el siglo XX (¡otro brinco en la cronología!), escribió todo un tratado y no algo tan volandero y generalmente frívolo como un ensayo. Ese libro enumera largamente los nombres adecuados para los gatos de los british homes, asunto que acaso para Eliot era tan importante como el hecho de que, siendo estadunidense de nacimiento, se había "naturalizado" súbdito inglés. El libro, además, dio origen a Cats, una exitosa (y no poco pesada) comedia musical de Broadway.
El poeta-cineasta francés Jean Cocteau, que en su filme La bella y la bestia presentó al monstruo como un humeante, susurrador y sexy gatazo, declaró en dos líneas por rara vez subversivas en él: "Si amo a los gatos y no a los perros, ello se debe a que no hay gatos-policías".
En la lengua castellana proliferan coplas infantiles como aquella en que estaba el "señor don Gato" sentadito en su tejado, y por cortejar a una gata cae a la calle, muere y es enterrado con honores y octosílabos luctuosos. Hay también un extenso poema narrativo de Félix Lope de Vega: la Gatomaquia, que trata de la guerra enre dos ejércitos (¿alegóricos?) de gatos, y existen otras muchas muestras literarias de la gatofilia.
Otra vez brincando en este dislocado ensayo, citaré a un gato célebre en la literatura de habla española: el del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, que poseía y amaba a un tal Offenbach, no llamado así porque se pareciese —o quién sabe— a algún personaje de la ópera Les contes de Hoffman, sino porque el felino era emisor de un maullido que "ofende a Bach". Sin embargo, a juzgar por la sabrosa crónica felinófila del autor de La Habana para un infante difunto, el tal Offenbach era un ser encantador, un compañero leal aunque algo rasguñoso y todo un "personaje" (si me permiten caracterizar así al animal que no incurría en el pecado de ser "persona").
Para cerrar, por ahora, este empeñoso ensayo gatófilo, mencionaré a mi Polvorilla, quien durante tantas noches me acompañó mientras yo tecleaba sin fin, y ella ponía a veces una pata en el teclado como para corregirme las tonterías y las faltas de estilo, ¡oh gata inmortal en mí... mientras yo dure!