Cultura

El gran "ficcionador" de Estados Unidos de Norteamérica

  • Los inmortales del momento
  • El gran "ficcionador" de Estados Unidos de Norteamérica
  • José de la Colina

En los años cuarenta del siglo XIX, cuando Estados Unidos de Norteamérica ya está velozmente cercando sus praderas con vallas, alambradas y letreros de privated property, cuando el periodista John L. O’Sullivan pregona en un imperativo editorial titulado “Anexión” que “el Destino Manifiesto de nuestra Nación es extenderse por este continente otorgado por la Providencia para realizar nuestro gran experimento de Libertad y Autogobierno”, cuando mediante invasión, guerra y dólares serán incorporadas a tal Destinísimo vastas tierras mexicanas, existe en Baltimore o en Richmond o en Nueva York un Edgar Allan Poe que, durante el día y en la sala de redacción de alguna revista, escribe su cuota de artículos y, en cambio, por las noches, y dentro del desvelado y amarillento halo del quinqué humeante, escribe poemas y cuentos y ensayos y otras páginas de literatura en la que entre líneas fluye su oposición a la religión del Progreso, de las alambradas, de los agresivos negocios, del dios Dólar que fascina a sus connacionales y que le obsesiona a él mismo, aun si lo detesta.

Édgar, periodista durante el día y fabulador a partir de la medianoche, y narrador frío de sus ardorosos delirios fomentados por el whiskey barato, piensa que su país es demasiado pragmático y puritano, excesivamente sin misterio, y que él, Edgar Allan Poe, poeta y cuentista, debe ser el misterizador y escalofriador de las vidas de sus paisanos de los EU o los USA, el que los poblará de realidades sombrías y pesadillas turbulentas y turbias aunque enriquecedoras del espíritu.

No por azar las historias que ocurren en la obra narrativa de Poe se sitúan en escenarios de allá lejos y de otros tiempos, en horizontes brumosos, en oscuros bosques, en lagos sombríos cuando no lúgubres, en medievales castillos y renacentistas palacios, en agrietadas pero heroicamente resistentes mansiones francesas o inglesas o españolas o alemanas o italianas o centroeuropeas, en agónicos principados, en crepusculares señoríos, en regiones de románticos nombres galos o escoceses o centroeuropeos a propósito de los cuales el soñador-narrador erige sus quimeras y obsesiones, sus amados reinos fantasmales. Con la susurrante pluma infatigable sobre el papel, pone en pie a aristócratas decadentes, a príncipes soberbios y reyes caprichosos, a damas y caballeros feudales o medievales o renacentistas que bailan minués fatídicos y contradanzas macabras, o al Hombre de la Multitud de la City o de la Ciudad Luz, a todos esos personajes, en fin, de una antigua europeidad dizque garantizada por nombres, apellidos o títulos. Y, en esa manía de europeizar hasta los auténticos casos criminales que toma de las páginas periodísticas locales para convertirlos en los cuentos con los que funda el género detectivesco: “La carta robada”, “Los crímenes de la calle Morgue”, “El misterio de Mary Roget” (aquellos situados en París, éste basado en un affair ocurrido en Nueva York y convertido en affaire parisiense), Poe inventa a un hiperdeductivo caballero detective francés: monsieur Auguste Dupin, que será padre (literario) de otros personajes de sangre europea: Sherlock Holmes, Hercule Poirot y el inspector Maigret, de los cuales derivará una muchedumbre de detectores y descodificadores de crímenes que llega hasta el atolondrado inspecteur Clouseau del cine [a quien hay que ver deliciosamente interpretado por Peter Sellers y no por el aburridor Steve Martin].

Así Poe se evadía de la multitudinaria religión del Progreso y del Dólar, del puritanismo pragmático y de los campos cautivos del alambre de púas, fugándose cada noche de su inmisterioso país natal y mentalmente volando hacia la madre Europa de “los altos y viejos farallones” y de una más densa Historia engendradora de mitos y leyendas... Esa Europa soñada, ensoñada, misterizada, es su patria espiritual, vivida primero en sus infantiles años de Londres y aprendida después en la literatura: en Shakespeare, el de las brujas de Macbeth y del Elsinore imaginado para Hamlet; en Walpole, el de El castillo de Otranto y su propio castillo caprichosamente “gótico”; en Walter Scott, el de los clanes escoceses y los reyes guerreros retornados de las Cruzadas; en Hoffmann, el de las doncellas vivas/muertas y los personajes alucinados/alucinantes; en Byron, el del galopante Mazeppa y los audaces y pintorescos El corsario y Don Juan, y en los escritores de la novela gótica o negra o “frenética”, desde Ann Radcliffe, la de los vericuéticos Misterios de Udolfo, a Mathew Gregory Lewis, el del tenebroso y profanador El monje, hasta el reverendo Maturin, el de los demoníacos Bertran y Melmoth, y a Mary Godwin de Shelley, la del androide hecho de piezas de cadáveres: el fantástico y ya casi ciencia ficcional monstruo de Frankenstein.

[NOTA JUSTIFICATIVA: Adversas circunstancias externas, o históricas según algunos, e internas o psicológicas según otros, motivaron en el escribidor de estas páginas un “hambre de irrealidad” (o sea de franco escapismo respecto a la realidad verificable en los comienzos de la presidencia trumpiana) que lo invitó, ¿o lo incitó?, ¿o lo excitó?, a releer la obra narrativa del gran ficcionador de los EU, o de los USA, si lo prefiere el lector… en el caso de que lo haya ante este papel impreso.]

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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