Hace unos días mi amigo don Fernando Villanueva, librero de viejo, o quizá sea más elegante llamarlo librero anticuario, me consiguió el librote larga y lentamente titulado (respire usted hondo) Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias usados por escritores mexicanos y extranjeros que han publicado en México (impreso en el año 2000 y debido a la autoría de María del Carmen Castañeda y Sergio Márquez Acevedo, académicos de Lengua y Literatura Española del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM), en cuyas 916 páginas me encontré dos veces, la primera como uno de los autores involuntarios, pues se publica como uno de los muchos prólogos un artículo mío, y la segunda fichado como usuario de unos cuantos seudónimos.
Contra lo que podría creerse, o temerse, el libro es ameno, siquiera para los detectives profesionales y amateurs de las letras mexicanas y adláteres. Por dar un ejemplo estupefaciente ahí está don Ireneo Paz, abuelo del poeta Octavio, con 300 seudónimos que van de la A la Zeta, desde fray Albérchigo a fray Zumba, pasando por fray Caramba, fray Culantro, fray Chorizo, fray Chilaquile, fray Diábolo, fray Guamazo, fray Pichilingüe, fray Trompetilla… Está Inés Arredondo, que se seudonimizó para abolir su apellido Camelo. Está Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno, que tomó un apellido lejano de la abuela para ser nada menos que Juan Rulfo. Está el Duque Job, que en realidad era plebeyo pero gran escritor y se llamaba Manuel Gutiérrez Nájera. Está el falaz buscador de perlas Nikito Nipongo, que ocultaba su origen de acá como Raúl Prieto. Está Gerardo Deniz, que había sido alguna vez Juan Almela. Está Rubén Darío, que publicó en México… y por tanto debe estar, y que se presentó en el firmamento de la gloria ocultando que era cualquier Félix Rubén García Sarmiento. Etcétera y etecé. Pero en cambio no está un también gran poeta como Gabriel Zaid, del que se murmura que ese apellido es tan solo un Díaz puesto al revés, pero desde luego… quién sabe.
Hay que considerar que si algunos escritores se seudonimizan eso no necesariamente significa que sean impostores, sino que necesitan la máscara para poder decir y hasta gritar su verdad, o que verdaderamente en su interior ha nacido otro personaje, quizá otra persona… y hasta todo un personerío. Fernando Pessoa llevaba dentro de sí hasta cuatro poetas, y cada uno con nombre y apellido, con estilos diferentes de vivir y escribir. Y lo mismo puede decirse de Antonio Machado.
El ensayista, que se encuentra ante el titipuchal de autores que firmaron artículos, novelas, dramas, ensayos, poemas, y puede ser que hasta cheques, con otros nombres y apellidos de los que se les dieron en el Registro Civil y en la pila bautismal, se pregunta por qué esa astuta o cándida manía del seudónimo, el heterónimo, el nombre de pluma o el autoapodo. Mark Twain, cuyo nombre de origen era Samuel Langhorne Clemens, aseguraba que las obras de Shakespeare las escribió otro autor con ese mismo apellido. Otro poeta más, el tabasqueño Carlos Pellicer, decía que “todo es posible, menos llamarse Carlos”, ¿o “hasta llamarse Carlos”?, y perdón por la desmemoria, pero es que uno ya se marea con este asunto de la seudonimia o la heteronimia y tantos autores que las ejercen.
Para finalizar, y discúlpeseme si parece que esta mañana desperté con prurito de filósofo, yo diría que el ser, y por tanto el ser escritor, solo es completo cuando se asume como un dúo o una muchedumbre de seres. Tal quimera del seudónimo o heterónimo, e incluso el antónimo, quizá intuida por Arthur Rimbaud cuando proclamó “Yo es Otro”, explicaría en el escritor la asunción de sí mismo como cuando menos una pareja, a veces interiormente contradictoria, cuando no en pelea. ¿Y no será que el juicioso Miguel de Cervantes Saavedra quería quedar como biografiado, escrito, por el loco hidalgo don Quijote de la Mancha? ¿O bien no será que el seudónimo es el nombre verdadero porque es el que elegimos, no el que nos imponen?