No creo que haya en la literatura de habla española, y tal vez en ninguna otra, un más poético ni más justificado tartamudeo (es decir, un caso que podría, además de la definición: “Taratamudear: hablar con torpeza, entrecortadamente y repitiendo sílabas”, encasillarse como parequesis o cacofonía o armonía imitativa) que el de la lira séptima del Cántico espiritual, de quien con Dante y Baudelaire, reina en mi triunvirato de poetas favoritos: Juan de Yepes (al cual me niego a recibirlo en casa con el apodo eclesiástico de “san Juan de la Cruz”):
Y todos cuantos vagan
de ti me van mil gracias refiriendo
y todos más me llagan,
y déjame muriendo,
un no sé qué que quedan balbuciendo.
¡Tres qués seguidos en el quinto verso del poema! ¿Fue no deliberado balbuceo, una inverosímil pero visible torpeza de quien, con Dante y con Baudelaire, forma para mí el triunvirato de los no pocos poetas que he leído?
Me temo que alguno de mis lectores, si los tengo, será capaz de pensar que ese que-que-que es una barbaridad eufónica caída al papel cuando el poeta dormitaba, y vendrá a deducir, con teorizante ayuda del doctor Freud o algún otro invasor de almas, que ese verso endecasílabo es un hallazgo subconsciente, una joya no deliberada. Sin embargo, de ese alto poema existen dos versiones manuscritas: la del Códice de Sanlúcar, cuyas anotaciones podrían ser del mismo autor, y la del Códice de Jaén, que tiene importantes variantes y hasta distintas estrofas, pero mantiene la lira séptima intacta y en su mismo lugar. No hay duda de que el poeta concibió, quiso y mantuvo ese balbuceo con el que se adelantó en siglos a la poesía moderna y que, aun habiéndose dado una sola vez en su obra, resulta tan característico suyo como sus frecuentes y musicales gerundios.
Desde hace algún tiempo he buscado otros casos del uso del tartamudeo por los poetas. Tan numeroso y vario es el mundo de los textos literarios que esperé hallar una infinidad de muestras en los idiomas que leo o al menos colijo, pero me equivocaba: apenas cacé unas cuantas piezas, pero ninguna con la intensidad, la belleza y, sobre todo, la estricta necesidad del endecasílabo de Yepes, que para hablar del balbuceo, literalmente balbucea. En un soneto de Boscán hay el “no sé qué de no sé qué manera”, balbuciente repetición de palabras monosílabas, y en el Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, hay esto: “Se ríe con no sé qué cascabeleo ideal”, y ya el tartamudeo va convirtiéndose en un cascado cascabelear. A Pedro Garfias le halló Gabriel Zaid la línea “a qué quejarme de qué” y me la envió. Y vagando por la proximidad del asunto hallé en unos ejercicios de prosa automática de Xavier Villaurrutia un silbante juego de palabras: “Si la veo, silabeo”, verdaderamente notable en sí con el ritmo silábico y la liquidez de las eles. Y, después de tales espléndidos ejemplos y algunos menos notables, casi todos los casos descendían al retruécano y al chiste.
El otro gran ejemplo del tartamudeo sublime surgió no de un libro, sino de un disco: de una grabación de La flauta mágica, el prodigioso signspiel de Mozart. Tras haber oído mucho las arias y los dúos de esta especie de ópera precursora de los filmes de The Magic Sword, y habiéndola esta vez oído tras una relectura del Cántico espiritual (con lo que ya se sabrá que Juan de Yepes y Mozart son dos de mis angelicales vicios de melómano), advertí, en el final encuentro amoroso de Papageno, barítono, y Papagena, soprano, en ese dúo de alegre reconocimiento, de éxtasis, que es como una anagnórisis, algo que no desmerecía de la sublime cacofonía del poeta español. Tras muchas peripecias, engaños y equívocos, finalmente se encuentran los dos personajes, y entonces exclaman a dúo:
PAPAGENO:
¡Pa pa pa pa pa!
PAPAGENA:
¡Pa pa pa pa pa!
PAPAGENO:
¡Pa-Pagena!
PAPAGENA:
¡Pa-Pageno!
Después de lo cual se abrazan y se van, urgidos, erguidos, hacia una desbordada felicidad doméstica y esperablemente cantadísima (y para que no dudemos del resultado del encuentro hay directores de escena y de cine, como Ingmar Bergman, que los hacen reaparecer en el final de la representación rodeados de una bulliciosa prole que ambos se habían tácitamente prometido en el dúo). Y es que con estos éxtasis poéticos y musicales de dos tartamudeadores (o sea tartamudos adrede) se sospecha que la poesía y la música nacieron del no sé qué que quedaron balbuciendo nuestros ancestros en la inminencia y el jadeo del corporal dúo amoroso.