Cultura

Alberto Gironella pintaba el tiempo mismo

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  • Alberto Gironella pintaba el tiempo mismo
  • José de la Colina

Velázquez pintó a Mariana de Austria, reina de España, esposa de Felipe IV, y en el cuadro la señora yergue un torso sin tetas y el desgarbo y el azoro de quien, habiéndose tragado una silla, pasaría al estado de momia urgida de habitar en El Escorial, por otro nombre el Pudridero, siendo capaz de esperar cientos de años así, pintada al óleo, es decir conservada en aceite… como una sardina.

Y Alberto Gironella, unos siglos después, y también mediante la pintura al óleo, hizo que el tiempo, como un traicionero aire, se filtrase en el retrato de doña Mariana y lo hiciera desatarse en una serie de retratos post mortem, como queriendo salvarse en el tránsito a otras materias: hueso mondo y lirondo, madera carcomida o chatarra herrumbrosa.

Gironella realizó la serie Muerte y transfiguración de la Reina Mariana (1961-1963) a la manera de un tratado de podredumbre y de un drama visual. Si se toman reproducciones de todos los cuadros de la serie y se les hace pasar rápidamente bajo el pulgar, el proceso de Vida-Muerte-Transfiguración de la reina adquirirá movimiento, pues le interesaba a Gironella la poesía corrosiva del cineasta Luis Buñuel. Como se sabe, en un episodio del filme La edad de oro hay unos obispos que cantan misa sobre una gran peña de la playa de Cadaqués, y, en un parpadeo entre dos fotogramas, los religiosos no son más que un muestrario de osamentas y ropas sacerdotales.

El intento desencadenado por Gironella en la progresión de su obra no buscaba solo copiar la degradación de la materia. Si mostraba en aquellos cuadros el poder de la muerte, también metía el de la transfiguración, que tal vez sea otra forma de llamar a la analogía. Aquí susurraría Pierre Reverdy que cuanto más alejados estén y más disímiles sean los términos o las imágenes que se pongan en contacto, tanto más intensa surgirá la chispa poética. Y conociendo yo a Gironella desde años antes de que se dedicara a fondo al método analógico del surrealismo, sé que ya hacía años que lo practicaba según su intuición y su manera. Allá por los años 50 reunía ya en su casa la más abigarrada colección de cosas, sobre todo aquellas que patéticamente sobrevivían a su propia utilidad y a su época. Los amigos solíamos decir que aquel abarrotado espacio, mezcla de hogar y taller, era una extensión de La Lagunilla, el Marché aux Puces de la Ciudad de México. Pero había una armonía secreta. Guiado por una gran sensibilidad de las materias, las texturas, los colores, y por un sentido lírico de las proximidades y las correspondencias, Gironella ponía en relación o en discordia muebles de composición heteróclita, añejas flores de trapo, un carcomido Cristo de madera, quebradizas encuadernaciones en piel, orondos quinqués, momia de un perro o de un búho, inválidas máquinas de coser, espejos de ojo de pescado, cornucopias de marchita purpurina, paños y terciopelos de colores añejos, verdinosas manos-aldabones, pisapapeles de cristal cortado con nieve flotante, caducos fonógrafos como bibelots de inanidad sonora (los del perro de la RCA, “La Voz de su Amo”), y, colgada en una alta silla que era, a la vez, armario y perchero, la boina del pintor naïf Francisco Tortosa. Muchas de esas cosas reaparecerían, no pintadas sino sencillamente añadidas y analógicamente vinculadas o contrapuestas en las obras del pintor, de modo que los respaldos de silla devenían torsos, los espejos resultaban sarcófagos, las telas se hacían pasar por piel humana, y la reina Mariana persistía en su ser otra cosa: mueble teratológico, sardina en aceite, perra momificada, esperpento, carroña de sangre azul: ¡lo que quiera el pintor!

Luego aparecieron en los cuadros-objeto de Gironella las latas de sardinas de la Montañesa, de marca Conservas Cervera. En uno de los cuadros de la serie de la reina Mariana había dos latas: una cerrada, mostrando entera la estampa de la campesina montañesa, y la otra a medio abrir, con la tapa enrollada en torno a la llave. La operación poéticamente irónica era dramatizada dentro de la obra misma, se volvía un acto de la comedia de la cultura. La lata abierta hacía de Mariana una esfinge sin secreto, una reina del vacío y de la farsa. Los objetos-chatarra venían a comentar la Historia y la Cultura con irreverente sonrisa.

La reina transfigurada fue comienzo de una aventura artística que el joven pintor emprendía para superar los límites de lo pictórico. Como todos los pintores practicaba un arte del espacio, pero él, además, según atestiguan sus poemas de adolescencia y su trunca biografía lírica y paródica del poeta Tiburcio Esquirla, tenía otra vocación: la literatura, de la cual su pintura fue la continuación por otros medios. En sus charlas de sobremesa cruzadas por un tinto Rioja, solía poner en pie más escritores que pintores. Casi se diría que pintaba desde la literatura. E interviniendo en los cuadros clásicos o pompiers añadía novelería y farsa, haciendo pudrirse a los personajes retratados para darles otra vida.

En una tarde en que el tinto Rioja lo había vuelto una especie de lagarto letárgico, le dije: “Se dice de Velázquez que pintó el espacio, el aire que hay entre seres y cosas. ¿Tú qué quieres pintar, Alberto?”

“Lo mío (respondió con los ojos entrecerrados) es el loco intento de pintar el tiempo mismo”.

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