Orasí, mi jefe —decía ayer, 12 de diciembre, el taxista autodeclarado perplejo (que no por eso pend..., aclaró) al tecleador de esta croniquita... que el lector, si lo hay, leerá el 13 del mismo mes, y, ni modo, así es de lento el periodismo en papel y tinta—, me imagino que ya se habrá usté informado de que 19 esculturas del impío artista Salvador Dalí se exhiben a partir de hoy, día de nuestra virgencita de Guadalupe, en nada menos que en el atrio del templo católico de San Francisco; ¡qué enorme blasfemia, como para ir a quemar vivo al tal ateote desconsiderado con la religión de millones de personas más uno (que soy yo, muy humilde aunque muy fervoroso)!
—Sí, me enteré de ese asunto —dijo el tecleador, por entonces solo en condición de pasajero—, pero ¿por qué llama impío, blasfemo y ateo a Dalí y lo quiere quemar vivo, aunque hace mucho que murió y siempre declaraba ser creyente de la doctrina cristiana, católica y vaticana?
—Posí, habrá muerto el diablazo ese, pero no por haber fallecido, que es lo mejor que hizo en toda su pinche vida (y valga la parajoda), dejan de ser satánicas sus pinturas y esculturas.
—¿Pero por qué lo considera usted digno de arder en los infiernos?
—Pues, mire, no sabría decirle por qué, pero un cristiano bien nacido y bautizado no altera, como él endemoniadamente hacía, el sagrado orden de la naturaleza natural y de la condición humana... ¿Qué derecho tenía el cabrón? Para mí que era un agente del Diablo. Y usté dirá que qué ingenuo soy porque el Diablo no existe... pero esa es una de sus malicias del maldito, hacernos creer en su inexistencia. Y, puesto que el taxista iba pasando de la perplejidad a la furia, el tecleador en eventual condición de solamente pasajero urgido de llegar a donde iba, mejor guardó prudente silencio.