En la tarde del sábado pasado —y es de lamentar el adjetivo, pues, al menos para quien esto escribe, los sábados son más "mágicos" que los domingos, pues suelen ser más esperanzados, y en cambio los domingos tienen un aire terminal que facilita la triste nostalgia, así que los sábados no deberían acabar nunca de estar celebrándose ellos mismos—, el cronista vio por casualidad un desfile de alebrijes, esas multicolores y artificiosas criaturas nacidas del cartón, la masa de papel, el alambre y el ingenio —¿o la fantasía, o el delirio?— de un mexicano.
Alebrije, extraña palabra que no se debe llamar palabreja, pues designa algo que por lo general es magnífico: un remedo de animal compuesto de pedazos de otros animales en un gustoso arte combinatorio que produce fantásticos monstruos... o siquiera vistosos monstruitos. Ese personaje, el alebrije, habría nacido en 1936 de la indigestión y el dormir febril de don Pedro Linares López, que se soñó en un lugar entre paradisíaco e infernal habitado por una muchedumbre de tales seres. Y don Pedro, con la sabiduría de quien sabe aprovecharse del mundo de los sueños, adoptó esas criaturas y las animó, como haría un dios de barriada (la de La Merced), a engendrar otras de la misma índole, y las llamó alebrijes.
Y así queda aclarado, más o menos, el origen del felizmente brotado ser del arte popular mexicano, el cual personaje es muy agradecido por todo el mundo. Pero... ¿y qué de la palabra?
Don Pedro solía decir que acaso era inconscientemente nacida de otras dos: alegre y brujo (o bruja). Pero el cronista, sin intento de desmentirlo, cree que algo tuvo léxicamente que ver el alambre que otorga el esqueleto al alebrije y sin el cual éste solo existiría como una dispersión de cosas y carecería de un cuerpo tanto más heteróclito cuanto más fantástico.
¿Es así? Quién sabe, pero aplaudamos a los desfiles de alebrijes.