Fatigado de trabajar cotidianamente en horas nocturnas —aunque físicamente escribir es trabajo levísimo que consiste en mover sobre el papel la mano con lápiz o con pluma... la pluma fuente, se entiende, pues la de ave resulta ya muy anacrónica, propia de imitadores de Lope de Vega y de Miguel de Cervantes, o por lo menos de José Zorrilla, autor del pésimo y hasta hace poco inmortal Juan Tenorio, cuando en cambio a los modernos nos basta con dar suaves dedazos en un teclado de computadora—, el cronista se dedicaba desvergonzadamente, en el 19 de este septiembre, a dormir en horas laborales, cuando "he aquí" (como dira José Zorrilla precisamente) que la cama, la silla, la mesita, la habitación, la bombilla de luz, todo lo de alrededor, en fin, se pusieron a danzar una especie de brutal baile de San Vito mezclado con una especie de no menos brutales mambo o rock o un congolés baile trepidante ritmado en sacudones ondulantes.
Y... en fin, ya otros han contado, con mejor información, más brillo y vigor prosístico, su experiencia interior del suceso, pero el cronista, aún más desvelado desde entonces, se pregunta por qué no se oyó, al menos en rumbos de la colonia Florida, la famosamente prometida alarma... Y, sobre todo, el susodicho tecleador inquiere: si los terremotos van a venir puntuales año tras año y en idénticas fechas a esta ciudad, ¿por qué no hay alguna publicación, sea un católico Diccionario de Galván, o sea un gubernamental Diario Oficial, que tenga programados con fechas y horarios los temblores de tierra que motivarán los temblores de carne del ciudadanaje? Así la población en general, y de paso el cronista en particular, tendrán más posibilidades de prevenir y sufrir los terremotos, y además unas páginas señalarían los momentos propicios para el alegre saqueo, pues es de esperar que también los hijos de puta reclamarán sus derechos de acción en tales casos de caos.