Ninguna tarea social es más difícil que la educación. Lo es para el Estado, para los padres de familia, para los profesionales del magisterio.
En un entorno donde dominan el mercado, el consumo, la presencia omnipotente de una televisión reproductora de la violencia y la vulgaridad, los ejemplos de impudicia de figuras públicas, sean políticos o personajes antisociales elevados a categoría de héroes, disminuyen cualquier esfuerzo educativo que aquellos puedan hacer.
Recuerda Victoria Camps que cuando María Bonaparte consultó a Freud sobre lo que debía hacer para educar a sus hijos, el padre del psicoanálisis le respondió: “Como usted quiera; haga lo que haga, lo hará mal”.
Lo que se quiere decir aquí es que, ayer como ahora, siempre estarán presentes factores de diverso orden, prácticas o costumbres que interfieren entre el alumno y normas o conceptos que se le transmiten en el aula, desvirtuando o neutralizando los objetivos de la educación.
Es por tal razón que en nuestro país una de las prioridades de la reforma educativa es, justamente, reparar el daño que varios de estos factores están provocando en un gran número de niños y jóvenes de nuestro país.
Ya son conocidas las pruebas del atraso y de las debilidades estructurales del sistema: atraviesan los diferentes niveles educativos, al grado de afectar el tejido social, facilitando la existencia de patologías en el sistema político y en la convivencia social.
La violencia, las transgresiones a la legalidad, el consumismo, el individualismo, la descomposición social, el desdén por la historia patria o las actitudes insolidarias son algunos de estos males donde se echa en falta a la educación, o mejor a una educación de calidad. Y como si esto fuera poco, la emulación consumista y los atajos para obtener el dinero fácil se han convertido en rutina de un gran número de jóvenes de ambos sexos.
En un pasado no tan lejano, el mercado y sus agentes no tenían la influencia de hoy y el sistema contaba con mecanismos para contrarrestarlos; sin embargo, con los cambios sociales, la sobrepoblación, las nuevas tecnologías al servicio de la publicidad y del consumo, se ha logrado abrumar a las aún inexpertas mentalidades infantiles y juveniles, transformándose todo aquello en una fuerza poderosa que influye en la conformación de conductas y hábitos que alejan a estos menores de sus deberes y obligaciones familiares o para con la escuela, conductas y hábitos que muy probablemente transferirán a su edad adulta.
Con este largo preámbulo se busca demostrar la relevancia de los maestros en el proceso de enseñanza-aprendizaje. La reforma educativa tuvo en un alto aprecio el papel de los maestros, porque en ellos está la posibilidad de que, en primer lugar, la escuela sea el espacio donde se inculquen conocimientos y valores, donde los alumnos inicien su camino para ser buenos ciudadanos, críticos y autónomos; en segundo lugar, para que la escuela sea el lugar donde se puedan reordenar y combatir las deformaciones provocadas por dichos factores externos, y entre las que se deben incluir las propias rutinas corporativas y patrimonialistas de los sindicatos magisteriales.
Es aquí en este punto donde se advierte la dificultad que existe para que la reforma tenga el efecto deseado en el corto plazo. A un maestro, a la misma escuela, les va a resultar difícil que el alumno se apegue a valores como el respeto a la legalidad o a las instituciones si advierte que un político corrupto no es castigado o es premiado con un cargo, o si se entera de que unos legisladores hacen sus francachelas en los recintos de las instituciones de la República. No puede tomarse como algo anecdótico o un mero desliz —para lo que tampoco basta una disculpa pública— el espectáculo bochornoso de estos legisladores al decretar los recintos oficiales como salones de fiesta. Es una evidencia del escaso alcance cultural de muchos de ellos y una prueba palpable del desastre educativo del país, el cual hizo posible que la ciudadanía los eligiera.
Asimismo, del mismo hilo conductor, de la misma trama del naufragio en las aulas, son los miembros de la CNTE que se resisten a la reforma con argumentos necios y demagógicos como el de que “se va a privatizar la educación”; pero peor que lo anterior es el modelo de maestro irresponsable y deshonesto que transmiten a los educandos y a la sociedad. Está comprobado que los estudiantes retienen más lo que hacen y cómo son los seres humanos, que los conceptos y el conocimiento que los maestros les enseñan. Para ellos, para los maestros de la CNTE, la holganza es su rutina; el engaño pedagógico, su descaro.
Por ello, ni el modelo de la CNTE, de confrontación, fraude y movilizaciones callejeras contra la reforma, ni tampoco el modelo de políticos ignorantes y palurdos se corresponden con el espíritu de esta reforma que busca rescatar al país de la pequeñez y la crisis educativa; ni mucho menos sirven para derrotar a los otros acérrimos enemigos de la educación: la violencia, la desigualdad, la injusticia y la descomposición social.