Habiendo fabricado el modulo lunar con la inmensa caja de cartón donde venía empacada la lavadora con rodillo, yo-niño era Armstrong y mi hermana, Buzz Aldrin. Collins, viejo pastor alemán de peluche, se quedaría ruleteando alrededor de la Luna, mientras nosotros hacíamos Historia.
A sugerencia de mi hermana, el capitán Tony Nelson de Mi bella genio nos guiaba desde la base en Cabo Cañaveral; yo añadí a la tripulación la simbólica presencia del Robot de Perdidos en el espacio, con la grabación ¡Pe-li-gro, pe-li-gro! ¡Dr. Smith! Aldrin-Lourdes con casco de futbol americano, Armstrong-Hernández, casco de astronauta con micrófono simulado… y en medio de la sala, la entrañable desolación de la Luna.
Alunizaje alucinante. Me convertí en el primer niño en pisar la superficie del Inmenso Queso, dando brinquitos con la mochila hinchada de oxígeno, recogiendo dos rocas que servían de ceniceros para papá y un diminuto timbal de costura que había dejado olvidado mi madre sobre la mesa redonda y blanca que parecía un cráter. La exploración duró horas, con diálogos que fuimos inventando sin gravedad alguna… hasta volver a meternos en el módulo araña con el fin de propulsarnos hasta la altura donde conectaríamos de nuevo con Collins-Pastor Alemán.
Fueron segundos de gran silencio y tensión que se alargaban con cierto sudor de pánico y el Robot no dejaba su sonsonete de ¡Pe-li-gro! y mi hermana se tomaba muy en serio las órdenes que gritaba yo desde el interior de mi casco empañado y los nervios y el Capitán Nelson no contestaba los mensajes y de pronto, hubo una fuga urinaria en los conductos respectivos y nos aventamos la vuelta a Tierra empapados en meados. Los adultos nos aventaron juntos en una tina de agua tibia y nos confinaron en una cuarentena colmada de regaños y advertencias… exactamente igual a lo que le hicieron pasar a los astronautas del Apollo 11 en ese mundo de ayer que parece evaporarse hoy mismo en el inmenso vacío de todos mis recuerdos.