Hace unos días escribí esta pregunta en mi cuenta de Twitter: “¿Cómo es que encuentran el jersey de Tom Brady y no pueden encontrar a Javier Duarte?” El célebre jersey, por si alguien no ha seguido el caso, es la camiseta del quarterback de los Patriots que un periodista mexicano, acreditado para asistir al Superbowl, se robó. El FBI hizo una investigación y dio con la prenda, que tenía este señor, que además había sido director del diario La Prensa, en la Ciudad de México.
La pregunta que me hice en Twitter tiene un abanico de respuestas cuyos extremos serían: el jersey apareció porque lo buscó el FBI, y el ex gobernador no aparece porque lo busca nuestra policía. O: ya se sabe dónde está el ex gobernador pero, para anunciar la captura,
se va a esperar a que llegue el momentum político.
Todos tenemos una respuesta para esa pregunta, pero ninguna de estas presenta un panorama completo sobre el caso del jersey que, más allá de la vergüenza internacional que nos ha hecho pasar el ladrón, hunde sus raíces en la misteriosa psique mexicana, desde la cual el robo, la corrupción, el abuso de poder se entienden como elementos folclóricos de nuestro pueblo, y no como los síntomas clamorosos de una patología social que no se toleraría en otros países.
La pregunta que hice en Twitter solo ataca la superficie del problema; con un ánimo más constructivo debería haber preguntado: ¿por qué, de todos los periodistas del mundo entero que había alrededor de los Patriots, al único que se le ocurrió robar fue al mexicano? Desde luego que entre todos esos periodistas habría otros mexicanos que son personas decentes, y por supuesto que no pienso, faltaría más, que todos los mexicanos somos unos ladrones pero, aclarado esto, me parece que la pregunta sigue siendo pertinente y que, por desgracia, la corrupción sistémica que corroe las instituciones, públicas y privadas, del país, no invita a pensar que el robo del jersey sea una excepción, el acto puntual y aislado de un malhechor, por el contrario, ese robo es una más de las incontables manifestaciones de esa corrupción general, ¿ambiental?, que nos hace ver el robo del jersey como un gesto vernáculo, e inmediatamente enmascararlo, paliarlo con una de esas muletillas condescendientes que todo lo resuelven: “Tenía que ser mexicano”, “la típica mexicanada”, “pero no todos los mexicanos somos así”, y un largo, e improductivo, etcétera, que además en el siglo XXI se ramifica en memes.
Que el ladrón haya sido un periodista añade morbo al caso; el periodista es parte fundamental de las sociedades civilizadas, la información que provee redunda en el bien común y el robo queda del otro lado, del lado de la maldad; pero más allá del morbo, que el ladrón haya sido un periodista es pura anécdota, ¿y si hubiera sido una enfermera?, ¿o un abogado? ¿o un policía? El verdadero fondo está en la manera en que los mexicanos miramos el robo, el abuso, la corrupción; se trata de un problema de perspectiva, de óptica, de educación.
Cuando yo era niño en el colegio había unas jerarquías, una realidad paralela al programa escolar, que arroja cierta luz sobre la complacencia con la que miramos esos actos vergonzosos en este país: en el salón de clase se despreciaba el estudio, la decencia, el comportamiento civilizado y la inteligencia; el que se sabía la lección y respondía correctamente al maestro, era un matadito, un traidor, un maricón, y en cambio el gandul, el que iba aprobando a base de chapuzas, el que falsificaba las notas gozaba de un sólido prestigio. ¿Qué clase de adultos produce semejante educación sentimental? Hace muchos años que fui niño pero, por lo visto, sigue establecida esa jerarquía alrevesada. Y no me refiero al bullying, que es parte de la condición humana, sino a esa lamentable jerarquía.
Quizá no esté de más decir que los salones de clase no son así en otros países, que esa jerarquía no existe en, digamos, los países europeos, o en Canadá, donde el aplicado tiene prestigio y el gandul y el tramposo y el ratero no tienen lugar en el aula.
El robo de jersey de Brady no es el acto espontáneo de un periodista que vio la oportunidad de robar, es el producto de una sociedad que tiene una actitud tolerante frente al robo, frente al abuso, frente a la corrupción en general: aquí quien roba y no es atrapado por la policía es un chingón, mientras que en otros países sería un delincuente. Al final el problema del periodista ladrón es que lo atrapó la policía: pasó de chingón a pendejo.
Si no reflexionamos sobre la parte que como sociedad nos toca en ese robo, seguiremos siendo cómplices y el castigo que se imponga al ladrón servirá de poco.