Cultura

Mamá Natura no nos ama

En el siglo XXI la naturaleza, el campo, las montañas, los ríos, el mar, se promocionan como territorios amables en los que, cualquiera con ánimo y dinero, para pagarse el equipo o el tour, puede aventurarse en una gloriosa comunión con, digamos, la selva.

Súbitamente se ha puesto de moda internarse en el bosque, subir montañas, hacer caminatas a campo traviesa, y la industria editorial publica cada semana un libro sobre un entomólogo, un apicultor o un orate que nos cuenta durante doscientas páginas cómo abandonó la asfixiante ciudad para retirarse a vivir en comunión con la naturaleza. El viejo H.D. Thoreau, autor de ese libro seminal titulado Walden, en el que narra su vida en el bosque, se sorprendería al enterarse de que aquella locura suya, de irse a vivir solo entre los árboles, forma parte hoy de las compulsiones de consumo masivo o, para decirlo con toda propiedad: de la neurosis colectiva. Si Thoreau viera la forma en que su aventura con la naturaleza se ha vulgarizado, abandonaría el bosque y se vendría a vivir a Ciudad de México.

La gente se apunta a la comunión con la naturaleza por la misma razón que se apunta a correr por las noches, a la comida vegetariana o a cursillos de yoga o de mindfulness: porque todo el mundo lo hace. Ya vendrá en el futuro el regreso del péndulo y entonces todos, siguiéndose unos a otros, se apuntarán en masa a la vida sedentaria, a las toxinas y al vodka en lugar del té de rooibos.

Hay en el deseo de comunión con la naturaleza una buena parte de ingenuidad, se habla solamente de la parte positiva de caminar en el bosque o entre la maleza, de la forma en que el cuerpo se oxigena y los sentidos se agudizan, de la manera en que, después de una buena caminata, los circuitos del cerebro hacen un reset, o de la oportunidad de regresar, conforme nos vamos internando en la montaña, al origen. Al origen ¿de qué? Nuestra especie, la parte que ha nacido y crecido en las ciudades, ya tiene poco que ver con la naturaleza, ha mutado hacia un estadio desde el cual no sabría cómo actuar frente a un lobo, ni ante una víbora de cascabel.

La fórmula sería esta: tú amas a la naturaleza pero la naturaleza no te ama a ti, y si vas haciendo hiking en entrañable comunión con la masa forestal, una culebra insensible puede clavarte los colmillos en el gemelo o puede marcarte un zarpazo en el pecho un ocelote muy cabrón.

La naturaleza no está en la misma sintonía que sus adoradores, ni participa del delirio espiritual que experimentan los que se adentran en ella buscando una madre milenaria, un nodo cósmico, una abertura profunda por la que se cuele el poder. La naturaleza es brutal, es salvaje, y una criatura humana es casi siempre una molestia para ella y por tanto, en lugar de internarnos en el bosque con la ingenuidad que nos recomiendan los ecogurús, hay que acercarse con la precaución del niño que sabe que su madre no lo quiere.

Hay en este Notivox un estereotipo demasiado pulcro, incluso cursi, de la naturaleza, un estereotipo incompleto que lanza permanentemente el mensaje de que la naturaleza va a salvarnos, y que ignora la contraparte del mensaje, que sería que igualmente puede destruirnos.

Al final la naturaleza puede salvarnos o destruirnos a condición de que no la destruyamos nosotros primero. “No tiene ya sentido decir ‘morir como moscas’; habría que decir ‘morir como árboles’. Esto nos recordará nuestra maldición”, escribe el filósofo italiano Guido Ceronetti, para sugerirnos que frente a la naturaleza tendríamos que practicar una mirada diferente: hay que evitar la ingenuidad tanto como el impulso rapaz.

Visualicemos uno de esos parques ecológicos donde un guía conduce de noche a un grupo de amantes de la naturaleza por la selva, con una linterna que apunta a los animales dormidos; o la zona de las tirolinas donde esos mismos amantes se cogen de una cuerda y se tiran de un árbol a otro practicando un aullido que desquicia a los coyotes, a las zorras y a los macacos. ¿Qué tienen que ver esas actividades y la comunión con la madre naturaleza? Absolutamente nada, tanto como recorrer una montaña clavándole en la epidermis una y otra vez los bastones para senderismo. Así, ¿cómo va a querernos nuestra madre?

“La naturaleza no es material como la razón”, nos advierte con gran tino el poeta Leopardi. Con ganas de abundar habría que decir de una buena vez que la naturaleza es irracional, aunque haya quien dice, cuando esa irracionalidad lo beneficia, que la naturaleza es sabia.

¿Hay que huir de la naturaleza? De ninguna manera, pero hay que tener la decencia de internarse en el bosque, o en la selva, titubeantes como un niño huérfano.

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Jordi Soler
  • Jordi Soler
  • Es escritor y poeta mexicano (16 de diciembre de 1963), fue productor y locutor de radio a finales del siglo XX; Vive en la ciudad de Barcelona desde 2003. Es autor de libros como Los rojos de ultramar, Usos rudimentarios de la selva y Los hijos del volcán. Publica los lunes su columna Melancolía de la Resistencia.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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