Un mundo en el que se vive con medio rostro cubierto, con recelo, con miedo. Un mundo sin bocas es el que los hedonistas del siglo XX heredamos a los hijos del XXI. El virus se irá, es el augur, es quién vaticina y anuncia el final de una era y el principio de otro tiempo más oscuro, y una vez terminada su misión informativa se irá y va a dejarnos con el planeta lastrado por la precariedad y la pobreza, por el desempleo, por la decadencia de la democracia y el regreso de los nacionalismos, del populismo, del autoritarismo; nos va a dejar a merced de la inminente catástrofe ambiental, con los gravosos añadidos de la creciente tensión bélica entre los imperios, el espionaje cibernético, el crimen organizado, el terrorismo y un largo, y putrefacto, etcétera.
Los hijos del siglo XXI van a recibir de nosotros este lodazal, pronto empezarán a buscar empleo, un lugar dónde vivir, quizá una pareja y puede ser que se animen a formar una familia, ¿en este lodazal?
Los hedonistas del siglo XX crecimos en la estela de los años dorados, de los Trente Glorieuses que dicen los franceses, crecimos en el eco planetario del boom de la posguerra, en la onda postjipi, en la era boba del coche Pacer, el Walkman y la televisión manipulada, que era la única pantalla disponible; crecimos acompañados por el sibaritismo melancólico de los Smiths, regodeados en la voluptuosa toxicidad del Príncipe de la canción, y el resultado que presentamos es este lamentable lodazal.
Visto el panorama que dejamos queda claro que aquella no fue una buena escuela, y me gustaría pensar que la de los hijos del siglo XXI, la dura escuela de la precariedad y la incertidumbre, sí lo es, y que el desastre que les estamos dejando será el curso propedéutico que los hará más fuertes, más capaces, más espabilados. Me gustaría pensar que ese territorio devastado, ese puto lodazal, será el humus donde comience a crecer la hierba, los árboles, la esperanza y el futuro que no hemos sabido darles los hedonistas de ayer.