Cultura

El superhéroe

El viernes pasado El Santo cumplió 32 años de muerto. Cuando alguien en México dice "El Santo" se refiere por supuesto al enmascarado de plata, y no al personaje de televisión (The saint, 1962), ni tampoco a Santo Tomás de Aquino. El Santo era el superhéroe que teníamos los niños en los años setenta, y aunque se vestía con mallones, como los superhéroes en inglés, no contaba con la ventaja de un poder sobrenatural, no tenía la fuerza de Superman, ni las telarañas de tiro telescópico que gastaba el Hombre Araña. Ni siquiera contaba con el sofisticado instrumental de Batman, lo del Santo era el superheroísmo a mano a limpia, quizá porque, a diferencia de los otros tres, tenía también el oficio de luchador, el duro quehacer de derrotar a mamporros al oponente.

Así como los otros tres eran a todas luces superhéroes del mundo industrializado, criaturas engendradas por el capitalismo salvaje, El Santo era un superhéroe de país en vías de desarrollo (digámoslo así), era un personaje a medio hacer que triunfaba en un deporte fundamentado en la chapuza, que no era precisamente actor pero tenía éxito con unas películas que no eran precisamente buenas, y con unas tramas y unos efectos especiales que estaban, precisamente, a medio hacer, como esas casas, ya acabadas hace treinta años, que siguen conservando las varillas de la cimbra en un ramillete que brota festivamente de la azotea.

El Santo era el superhéroe que necesitábamos en 1975 (y también, probablemente, lo seguimos necesitando en 2016), era un superhéroe asequible, lleno de defectos, con un disfraz poco riguroso, más bien casero, un luchador cuyos valores morales, esos que distinguen al héroe, nunca quedaban demasiado claros, a veces peleaba contra una momia o contra un marciano, y luego se dejaba camelar por una suripanta más peligrosa que la momia. Un superhéroe más riguroso, más estructurado y más ascético, como un Supermán mexicano por ejemplo, no hubiera sido un ejemplo a seguir, sino una afrenta; hubiera sido el pesado que viene a ponernos en evidencia.

Cuando El santo murió fueron a despedirlo diez mil personas, tenía sesenta y seis años de edad y cuarenta de pelar en los cuadriláteros, había procreado diez hijos, filmado cincuenta y tres películas y ganado dieciséis campeonatos de lucha libre. Su palmarés, más que el de un héroe, parece el de un hombre que trabajaba duro para ganarse la vida.

Yo nunca asistí a ninguna de sus peleas, he visto retazos de algunas en la televisión o en YouTube, y tampoco he visto muchas de sus películas, me he acercado a alguna que le han celebrado mucho en Francia y me ha quedado claro que ser francés es condición necesaria para celebrar esas películas. No era su fan, ni mucho menos, y sin embargo cada vez que iba al mercado pedía a mamá que me comprara un muñeco de El santo, también a medio hacer, con sus rebabas de plástico saliéndole del cuello, de los hombros, de la entrepierna y de las botas.

El Santo era un personaje ambiental, inevitable, ubicuo, yo que no era su fan tuve su álbum de estampas, tuve un recorte de periódico donde aparecía haciéndole una Doble Nelson al Rayo de Jalisco, y tuve hasta una máscara plateada que antes de ponérmela por primera vez ya olía a saliva.

Una sola vez lo vi en persona, una tarde de sábado de 1975. Estaba con mis amigos, una pandilla de gamberros, afuera de la parroquia de San Antonio, viendo como entraban a misa nuestras vecinas, un trío de rubias que nos traían de un ala, y que accedían a la casa del Señor con un aire angelical que espoleaba nuestra escatología. Mirábamos con devoción a las rubias cuando vimos que de un Galaxy negro bajaba (lo juro) El Santo, de impecable traje blanco, zapatos también blancos de charol y su infaltable máscara plateada que llevaba hasta a la iglesia, ¿si no cómo iban a reconocerlo esos que con tanta ilusión lo habían invitado? Las rubias pasaron inmediatamente a segundo plano y, sin pensarlo dos veces, entramos a la iglesia detrás del héroe. De esto hace muchos años y no recuerdo los detalles, pero sí las partes sustanciales. Nos sentamos en la banca de atrás, a cuarenta centímetros escasos de su venerada máscara. Durante los cincuenta minutos que duró la ceremonia, estuve observando el material brillante de la máscara, los pequeños orificios que tenía a la altura de los oídos, el cordón con que la amarraba detrás de la cabeza. Se pasó toda la misa de brazos cruzados, ni rezaba ni nada parecía perturbarle, mantenía una actitud pétrea digna del héroe que era, solo se estremeció ligeramente cuando todos los fieles empezaron con aquello de santo, santo, santo es el Señor.

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Jordi Soler
  • Jordi Soler
  • Es escritor y poeta mexicano (16 de diciembre de 1963), fue productor y locutor de radio a finales del siglo XX; Vive en la ciudad de Barcelona desde 2003. Es autor de libros como Los rojos de ultramar, Usos rudimentarios de la selva y Los hijos del volcán. Publica los lunes su columna Melancolía de la Resistencia.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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