Fue en una Ciudad Madero, más que citadina y con el corazón en la colonia Obrera, donde a los seis años escuché a mi padre y a mi abuelo, pero sobre todo a mis tías, hablar de leyendas y cuentos de la región; de por sí, la casa aunque vieja y maltrecha, era imponente y se situaba en lo que hoy es la calle Hidalgo esquina con Linares. Cuando era niño, precisamente en la casa paterna -una de madera- de las típicas con techo de dos aguas, de aquellas abundantes en esta zona tropical alzadas por pilares.
Palafitos que salvaban de las continuas inundaciones, de las avenidas ante la pertinaz lluvia y, también de la monotonía, fue en donde mujeres me contaron las mejores historias que aún escucho en mi mente.
Ahí al nivel de esos pilotes o al filo de las aceras, sentados al piso o en bancos de madera, mis primos y yo escuchábamos atentos las profusas historias llenas de tepas, duendes y nahuales, que erigían el panteón del mexicano.
En ese misma casa en el patio trasero, hubo un pozo; y no faltó quien aseguraba en aquellos días de intensa lluvia; de un ensordecedor croar de ranas; de un intenso resplandor de luciérnagas en los postes de la esquina, que dijera, un rostro de niño con cuerpo de perro se aparecía después de media noche. Historias que nos erizaban la piel. Soy, aunque de madre regia, un huasteco de corazón; sin saberlo desde pequeño arrastré hasta ahora toda esa cultura y tradición, que llevo seguramente por una línea de sangre en mi cuerpo, en un cuerpo que aunque “mestizo”, fundado en la continua tradición oral.
¿Quién no se ha visto inmerso en esos recuerdos? El gran árbol cobijando a niños que juegan en las calles de un Madero, hoy inexistente; sin duda, no existe el mestizaje como tal, soy otro ignorante de mi cultura; bajo una idea errada de lo que es un México que no existe, “el de la raza de bronce, católico, inmaculado, de una sola lengua y heterosexual”, ese mestizo pernicioso creado por el sistema, como deja ver el poeta Mardonio Carballo. No hay que construir nada, la identidad existe, pero está extraviada; por eso se tiene que voltear a ver, a mirarse en el espejo del tiempo. _