Comunidad

El vértigo y la nada

  • Lagunauta
  • El vértigo y la nada
  • Jessica Ayala Barbosa

Conocí la muerte por ahí de los siete años. Antes de que falleciera mi tío Pancho, el Día de Muertos era una fecha de empalagosas calaveras de azúcar, manualidades y ofrendas de escuela carentes de sentido. Un funeral era sólo una reunión de parientes cercanos y lejanos en un ejido de Viesca, donde los adultos tomaban café con pan y compartían más de tres versiones de una misma anécdota alrededor de una caja metálica cuyo contenido era para mí desconocido, mientras los niños jugábamos a los encantados o a cualquier otra cosa que cupiera en aquel escenario enmarcado por un lejano horizonte y un cielo despejado.

Pancho no era mi tío, sino de mi abuelita materna Lucía; no sé cuándo ella comenzó a cuidarlo, sólo sé que desde que recuerdo él vivía en su casa. Era un anciano de ojos grises, uno de ellos más cerrado que el otro, boca semidesdentada y una voz que sonaba como un pujido apagado. Padecía cierto grado de sordera y no era muy conversador, pero sí muy bromista. A mis primos y a mí nos hacía gracia que cada vez que nos veía se señalaba un ojo con el dedo índice y enseguida hacía un ademán imitando unas nalgadas, era una especie de amenaza de que vendrían a regañarnos, pero ni él ni nosotros lo tomábamos en serio. Algunas de sus ocurrencias, que ya se contaban en la sobremesa desde entonces, siguen formando parte de la tradición oral de mi familia.

Un día se enfermó y estuvo hospitalizado hasta que murió. Era una tarde de verano y el sopor no me dejó entender qué estaba pasando hasta que, tras el casi imperceptible velorio, vi la tierra caer sobre su ataúd en el cementerio. Ahí comprendí todo: nunca volvería a ver a mi tío Pancho. Si bien no tenía una relación entrañable con él, sentí vértigo y brotó el llanto.

El aturdimiento se prolongó durante varios días y se agravó en la primera misa que se ofreció por su descanso. Las palabras del sacerdote no hicieron más que acrecentar mi inquietud: una gloria donde no hay dolor ni hambre ni pena es para mí el eufemismo de la nada.

Poco más de un lustro después mi abuelita Lucía enfermó de cáncer cervicouterino. Sin importar los esfuerzos de mis tías, mi abuela murió un 14 de febrero a los pocos meses de haber sido diagnosticada. Otra vez la tierra sobre el ataúd, otra vez el vértigo, otra vez el llanto, otra vez la nada.

Tres años después a mi abuelita paterna Tomasita le detectaron un cáncer de páncreas que dejó sin efecto todos los tratamientos a los que se sometió. Falleció un 29 de octubre. Nuevamente la tierra, nuevamente el vértigo, nuevamente el llanto, nuevamente la nada.

Hace dos años, el 19 de mayo, murió mi hermosa tía Gris, víctima de cáncer de mama: tierra, vértigo, llanto, nada.

Cuento todo esto en la víspera del Día de Muertos y, aunque me parece una festividad hermosa y llena de misticismo, será que soy del norte o qué se yo, nunca me he sentido realmente vinculada a la tradición. Para mí no hay más allá ni gloria eterna, sólo la nada. La única manera de sacar de ahí a mis muertos es nombrarlos y contar sus andanzas.

Tierra. Vértigo. Llanto. Nada.

Twitter: @gsi_k

Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.