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Diamantina Rosa

  • Lagunauta
  • Diamantina Rosa
  • Jessica Ayala Barbosa

Estadísticas acerca de violencia contra el género femenino hay muchas y todas son desoladoras, pero de nada sirve repetirlas hasta el cansancio si con ello no logramos revertirlas, es por ello que prefiero hablar de cómo la vivimos.

Desde que somos niñas, en el propio hogar, las mujeres estamos expuestas a una gran probabilidad de sufrir una violación o alguna forma de abuso sexual. Los depredadores duermen bajo nuestro mismo techo o en la casa de la abuela: pueden ser nuestros padrastros, hermanos, abuelos, tíos o cuidadores.

En la escuela aguardan otros disfrazados de maestros y en la iglesia de sacerdotes o catequistas. Conforme crecemos también lo hace el espacio en el que podemos ser víctimas; los hombres nos recuerdan que la vía pública les pertenece y, dado que en ella sólo somos objetos accesorios, nosotras también, así que pueden transgredir nuestro espacio vital, mental o emocional con miradas lascivas, con palabras no pedidas que van desde inocentes “cumplidos” hasta soeces insultos, con roces y tocamientos indeseados. 

Todo el tiempo estamos también en riesgo de ser asesinadas con la mayor de las sañas a manos de los hombres que amamos o de perfectos desconocidos.

Y es que ser mujer en México es vivir en un constante aleccionamiento acerca de lo que podemos hacer, cómo, cuándo y dónde. Mediante el contacto diario con la violencia y el miedo palpamos nuestro campo de acción como género.

El silencio es otra cruel enseñanza. Aprendemos a callarnos por temor o vergüenza. El Estado con sus trámites revictimizantes y sus altas cifras de impunidad nos refuerza la convicción de que no tiene caso hablar.

Todas tenemos una historia de acoso, violencia o abuso que hemos preferido mantener en el silencio, pero ya estamos hartas de callar, de llevar a cuestas algo que no nos pertenece a nosotras, sino a un gobierno inepto que no puede garantizarnos la más mínima seguridad, que en lugar de cuidarnos nos deja en las manos de perversos esbirros del machismo y la misoginia.

La diamantina rosa lanzada el 12 de agosto al secretario de Seguridad Pública de la Ciudad de México Jesús Orta Martínez por sus nulos resultados en la investigación del caso de una chica de 17 años que denunció a cuatro policías por violarla es ya un símbolo de exigencia legítima ante un estado incompetente y, por ende, cómplice y victimario.

El 16 de agosto quedará en la historia de nuestro género como el día en que le gritamos a una sociedad indolente que estamos hartas de asumir culpas que sólo les corresponden a nuestros agresores y de ver morir cada vez a más mujeres preguntándonos cuándo será nuestro turno.

La marcha feminista del viernes antepasado fue violenta en el sentido de que se salió del modo “natural” de proceder. El resultado fueron destrozos en la vía pública y pintas en el espacio que también habitamos, todo con cargo al erario que, por cierto, también pagamos.

Los monumentos son recordatorios de luchas que valieron la pena, símbolos de un orden fundado en valores legitimados por el colectivo de una época específica y, por lo tanto, pueden caducar. Las mujeres mexicanas también crecimos escuchando la historia y los ideales de justicia de nuestros héroes patrios, pero su consecución no ha terminado de garantizarnos una vida segura. 

Rayonear el patrimonio nos visibiliza y hace patente la necesidad de reconfigurarlo todo.

¿Es una protesta legítima? Completamente, porque no estamos pidiendo nada a lo que no tengamos derecho. ¿Son las maneras? Por supuesto, porque ya hemos agotado todas las demás.

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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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