La pandemia fue un balde de agua fría para el movimiento feminista cuya fuerza iba en aumento desde el año pasado. ¿Quién hubiera imaginado que la inyección de optimismo que significó para nosotras la doble jornada del 8 y 9 de marzo se congelaría hacia finales de ese mismo mes debido al virus?
Desconcierto, desánimo… qué cantidad de emociones hemos transitado desde entonces, pero sin llegar aún a la resignación o al conformismo. Es cierto que la pausa fue forzada, la emergencia nos impuso nuevas rutinas de supervivencia que acotaron el espacio-tiempo para el activismo y la protesta, aún así, sé que seguimos en pie de lucha.
Por fortuna no todo se ha desarticulado. Igual que algunas mujeres con las que marché aquel ya lejano 8 de marzo, soy parte del círculo de lectura feminista fundado por Ruth Castro en su librería El Astillero, que ante las circunstancias mudó su sede a Internet. Fue una lectura en estas sesiones virtuales la que me permitió vislumbrar que esta contingencia no ahogaría las luchas que la precedieron (no sólo es la feminista, el año pasado fue convulso para América Latina), sino que sería su combustible porque agudizaría las problemáticas ocasionadas por el sistema que padecemos.
Por eso no me extraña el estallido de diversas protestas, entre las que destacan las de Estados Unidos tras el asesinato de George Floyd y en México por el de Giovanni López, ambos perpetrados por fuerzas policíacas.
Advierto por todas partes el hartazgo hacia las múltiples caras de un sistema que oprime, discrimina y despoja a las mayorías. Percibo en el ambiente una urgencia de cambio que no encuentra su cauce; “siempre estamos a punto de romper, a punto de ser rotos, sosteniendo un presente que no sabemos exactamente cómo funciona ni si realmente lo hace”, dice en su libro Un mundo Común la filósofa Marina Garcés.
Para la autora española, debido a las decepciones derivadas de las revoluciones proletarias, la política moderna ya no está subsumida a la idea de fin, es decir, no tiene un horizonte, un ideal hacia el cual avanzar de manera decidida. No obstante, esto no desaparece el anhelo emancipatorio de las masas oprimidas, sino que lo lleva a proliferar, estallar y diseminarse “como una bomba racimo en una multiplicidad de tiempos y de lugares discontinuos (…) todo se hace potencialmente político, pero no se sabe cómo ni cuándo puede acontecer”.
La pensadora sostiene que al no tener narración ni dirección, nuestro presente se balancea entre lo normal y lo extraordinario, de modo que el momento de lo político acaba encerrado en la pureza de su excepcionalidad y autosuficiencia.
Esto no significa que las manifestaciones no tengan objetivos, los tienen, pero son muy específicos y los que son generales pueden ser percibidos como idealistas o utópicos, pues no siguen pasos, avanzan en la medida en que generan pequeñas transformaciones.
Aludo a esto porque tras cada protesta que anima a quienes deseamos arrebatarle el futuro que nos ha robado al capitalismo y sus múltiples expresiones y estructuras, incluido el patriarcado, surgen preguntas como ¿Qué sigue? ¿Servirá de algo? Así como incontables respuestas que parecen diluir los esfuerzos y generar pesimismo o indiferencia.
Sin embargo, si pensamos la protesta como un momento político excepcional y autosuficiente, como plantea Garcés, podemos darnos cuenta de que si bien las manifestaciones carecen de homogeneidad, son poderosas porque nos unen aunque sea transitoriamente en un mundo individualista empeñado en dividirnos. La protesta lleva el germen de otras posibilidades de vida, motivo suficiente para continuarla y habitarla en cualquiera de sus formas.