Política

Reformas y desigualdad social

  • Columna de Jaime Preciado Coronado
  • Reformas y desigualdad social
  • Jaime Preciado Coronado

En el fondo, las llamadas reformas estructurales que adoptan irresponsablemente mayorías legislativas, cómplices de poderes fácticos, se orientan a concentrar el ingreso, impulsan la acumulación de capital bajo su forma rentista, tanto como ganancias estratosféricas a inversionistas poderosos. Todo lo contrario al discurso publicitado en torno a la supuesta generación de crecimiento que se puede –quién sabe cómo ni cuándo- transformar en desarrollo, bienestar y una mejor calidad de vida. Sin embargo, las tendencias capitalistas contemporáneas apuntan hacia el incremento de la desigualdad social, sin que la potencia pública regule o intervenga eficazmente para contrarrestarla. Términos como productividad, competitividad o libre mercado, obscurecen que estamos lejos de políticas redistributivas del ingreso o, peor aún, de la redistribución de la riqueza, cada vez más acumulada en cada vez menos manos. Las reformas, árboles maltrechos, nos impiden ver el bosque.

La urgencia de algunos partidos, y dentro de ellos de algunos legisladores comprometidos con los poderes de facto del capital, por aprobar reformas constitucionales y por acelerar la aprobación de las leyes secundarias que “aterrizarán” en las modificaciones de las nuevas reglas del juego, impide la creación de un campo reflexivo socialmente formulado sobre el contexto económico y su indisociable impacto en las instituciones, las personas y la fragilidad de sus mundos de vida, cotidianos y de sentido o de trascendencia, que esas reformas implican. La política, la cultura, el horizonte de civilización sobre el que se erigen esos valores económicos utilitaristas, se rinden ante el mercado y miniaturizan al Estado. Sin caer en el economicismo ¿cómo no perder el piso material, la pista del poder y del dinero y, simultáneamente, entendernos como sujetos-actores de la vida social? La desigualdad social nos ofrece ese marco de referencia para pensarnos y desearnos como libres, pero sin dejar de constatar nuestra sujeción.

Inconexas, desarticuladas, las reformas aparecen ininteligibles si las contrastamos con un hilo racional de lo social que las una y las sustente. Si vamos más allá del mito del progreso y el bienestar que ofrecen pero no cumplen, descubriremos los dictados descarnados que someten las reformas al mercado: la educativa, pretende crear capital humano que aumente capacidades y autoestimas, pero domesticadas para la inserción al mercado laboral; la fiscal, reproductora de privilegios para los grandes capitales, sigue reposando sobre los hombros de los trabajadores; la de telecomunicaciones, confunde al consumidor con falsas competencias antimonopólicas y vulnera derechos fundamentales a la información y al conocimiento crítico; la energética, sin el marco de una política industrial, nos condena al neo-extractivismo, aleja posibilidades de soberanía energética y alimentaria, tanto como impide el uso de la renta petrolera para fondear políticas redistributivas contra la desigualdad.

En el sótano, una reforma electoral sin sustantivos, permanece ritualista centrada en el proceso electoral, sin empoderar al votante ni siquiera para garantizar la representatividad del sistema político y de partidos, sin capacidad de transformar al régimen político decrépito que mantiene a poderes y órdenes de gobierno en la ambigüedad entre democracia y autoritarismo. Además, si la economía se afirma netamente política, como un asunto público de poder, la democracia de baja intensidad resultante es incapaz de actuar significativamente, en la reducción de los términos de la desigualdad que acentúan y polarizan las reformas sectoriales “estructurales” emprendidas a todo vapor. Al quedarnos sin reforma política de Estado, la fragmentación y el caos del mercado, que excluye y acentúa la desigualdad social como nunca en nuestra historia reciente se imponen, paradójicamente, como criterios ordenadores y valorativos de nuestra convivencia. Democracia participativa para acotar las reformas de mercado y Estado social, podrían actuar contra la desigualdad.

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