Creo que no se ha destacado lo suficiente un rasgo del buen cronista: la erudición.
El otro, que tenga “calle”, es bien conocido porque es lo primero que suponemos a la hora de imaginarlo.
Digo la erudición porque es la única manera de procesar la infinita cantidad de estímulos que dispara la realidad, de suerte que no sería posible hacerles frente si no se contara con un filtro, con una capacidad de interpretación capaz de convocar, al alimón, disciplinas como el periodismo, la literatura, la sociología, la antropología, la lingüística, la filosofía y no sé cuántos saberes más. José Joaquín Blanco, Carlos Monsiváis, Juan Villoro, por citar sólo tres casos mexicanos, son ejemplos de lo que afirmo:
calle y libros, libros y calle son claves en la hechura de la crónica.
En La Laguna pasa lo propio con Saúl Rosales y Vicente Alfonso: son cronistas con calle y a la vez con la cabeza muy bien amueblada.
Un caso más reciente y no menos notable es el de Iván Hernán Benítez (Torreón, 1981), autor de Con el barrio puesto (Ayuntamiento de Torreón, Torreón, 2023, 107 pp.). Vaya libro, para mi gusto uno de los mejores publicados el año pasado en nuestra región.
Lo he leído y no puedo no celebrar la calidad de su prosa, la precisión de su mirada, la enciclopedia que lo alienta, la solidaridad sin chantaje de su propósito y, en fin, el cúmulo de aciertos en la captación de los temas que escudriña. Comento algunas de sus piezas.
“Un loco de pasta dura” cuenta los encuentros del cronista con Carlos, un antiguo vecino suyo de la infancia que, luego de golpearlo en la niñez, cae en la droga para no salir ya nunca de allí.
El cronista recorre la vida en permanente desmoronamiento del drogo, esto gracias a los accidentales encuentros callejeros entre ambos.
Desde esta primera pieza advertimos las destrezas de Iván Hernán Benítez: una prosa vigorosamente literaria, un talento nato para captar detalles con todos los sentidos y una colocación perfecta del radar sensible: jamás juzga al grifo, y, sin enunciarlo, de manera muy hábil, nos enseña a comprender ese destino vapuleado por la adversidad.
Sin lloriqueo, sin panfleto y con una delgada película de autoescarnio, el cronista traza un relato a un tiempo feroz y conmovedor, con una especie de chanfle compasivo, para decirlo en argot futbolero.
En un mundo donde domina la mirada cínica y la burla neoliberal ante la indefensión ajena, el autor de esta crónica nos muestra que se puede ser solidario con el desventurado sin incurrir en el lloriqueo que haría fácil la descalificación de su trabajo.
En “El crucero de las variedades”, Benítez asiste a los puntos de la ciudad atestados de automóviles.
Allí, gracias a la dictadura de los semáforos, el cronista toma nota de todo lo que se mueve en torno de los vehículos: pordioseros, vendedores-hormiga, discapacitados varios y artistas circenses se disputan en sorda lucha la atención de los conductores y su dividendo más importante: alguna moneda.
El cronista husmea varios cruceros y con implacable pluma nos describe la esperpéntica de la miseria congregada delante de los semáforos que dan tiempo para causar piedad, placer y asombro, aunque sería más preciso decir que lástima de manera destacada. Sin explicitarlo, crea un contraste entre el mundo del privilegio sobre ruedas y el mundo de la vulnerabilidad jugándose el pellejo. Otra gran crónica.
Sin duda, una de las mejores piezas del libro es “Hay que hacerse culerita”, indagación sobre la pobreza material y simbólica subyacente en las groserías propias.
Mucho de sociólogo tiene Benítez, pero también en este caso de lexicógrafo con oído de “músico callejero”, como decía Borges.
El autor recorre aquí los usos y costumbres de la palabrota, el nexo entre el déficit de los medios económicos y los verbales, y junto a esto la incorporación de la mujer, hoy, al habla de carretonero.
Otra de las mejores piezas de Con el barrio puesto es “Pásele p’atrás (estampas al interior de un camión de ruta)”, crónica en la que igualmente, como en otras, hay una cuidadosa dosis de sociología.
La tragedia de viajar en nuestro transporte público es expresada con humor amargo y una suerte de estoicismo ante la petrificación de la incomodidad.
El cronista sabe captar los tumbos de la realidad dentro de los vejestorios móviles y nos pinta un mural de la desdicha cotidiana implicada en la condición de pasajero.
Por todo, Con el barrio puesto (título hermoso, además) es un libro redondo, atendible sin regateo ninguno.
Llegadle.