Nuestras vacaciones hablan de nosotros casi tanto como nosotros de ellas. Revelan lo que queremos dejar atrás y lo que buscamos, lo que podemos permitirnos y la clase de vida que preferimos si nos dejan elegir. Hace dos mil años el lugar de veraneo preferido por los romanos era una playa donde el sol resplandecía y las aguas eran de un azul muy puro. El enclave se llamaba Bayas, cerca de Nápoles y de la actual Sorrento. El olor del mirto endulzaba el aire, se sucedían las fiestas para diversión de los veraneantes, la vida era relajada y los placeres fáciles. Los romanos, enamorados del paisaje natural, empezaron a construir.
Se alzaron quintas de recreo en las colinas, en la playa e incluso en el mar, construidas sobre diques. Con enormes gastos, los emperadores se hicieron edificar villas ajardinadas donde paseaban entre columnas y estatuas. Malecones y muelles alteraron la línea de la costa, se crearon bahías y puertos artificiales. Fueron inaugurados baños cubiertos, piscinas y estanques para la cría de ostras. Hubo que traer agua por medio de un nuevo acueducto. Marcial visitó Bayas y fue testigo de la pasión constructora de sus contemporáneos, ansiosos por veranear. De uno de ellos escribió: “Gelio construye siempre: arregla, rehace y cambia, con tal de edificar. De paso, si un amigo le pide un préstamo, puede decir: ahora estoy de obras”. Marcial se sorprendía de que, con todos sus lujos y comodidades, Bayas reproducía la vida en Roma. Entonces como ahora, el litoral era el lugar donde la gente que en verano huye de la ciudad levanta otras ciudades.
Irene Vallejo