Luis M. Morales
En buena medida, el mundo es tan desconcertante y asombroso porque nosotros somos contradictorios. Sabemos lo que nos conviene, pero hacemos locuras. Amamos la sinceridad, pero mentimos. Somos generosos con algunas personas, pero no con otras que lo necesitan más. Queremos vivir libres, pero nos obsesiona ser admitidos en el grupo. Nos concienciamos con algunas causas, pero permanecemos indiferentes ante otras. Nuestra complejidad hace que la vida salga de los raíles previsibles y, ante la incertidumbre permanente, encontramos tranquilidad en las afirmaciones sin matices. Desde siempre, los discursos maniqueos ofrecen seguridad, al reducir la realidad a dos categorías, de forma que si no perteneces a una de ellas, necesariamente te incluyes en la otra: bien o mal, verdad o mentira, civilización o barbarie, éxito o fracaso, conmigo o contra mí.
El término “maniqueísmo” remonta a una antigua religión que entremezcló elementos tomados de la doctrina cristiana, de Zoroastro y de Buda. Estas creencias fueron reveladas al fundador, llamado Mani. Su fe se basaba en la lucha eterna de dos principios, uno bueno, simbolizado por la luz, y otro malvado, simbolizado por las tinieblas. San Agustín, maniqueo durante casi diez años, reconoce en sus Confesiones el atractivo de una visión tan simplificadora de los conflictos. Todavía hoy el lenguaje de la propaganda suele recurrir a este tipo de polarización sin fisuras para prometer soluciones fáciles y ganar adeptos. Y es que muchas veces se acude a las enseñanzas de Mani para manipularnos.
Irene Vallejo