
Vivimos presididos por las imágenes y desde siempre hemos intentado atrapar esas sombras palpitantes: pintarlas, fotografiarlas, grabarlas. Pero si hay un objeto que se apodera de ellas de forma más inquietante que ninguno, es el espejo, que parece garante de la verdad, pero engaña y por esa razón da nombre a las mentiras que nos pierden: espejismo, especulación.
Un cuento japonés nos revela lo que cada uno ve dentro del espejo. Un cestero acababa de perder a su padre, del que era la viva imagen. Un día de feria, un vendedor le mostró una mercancía nunca vista: un disco de metal brillante y pulido. El cestero creyó que su padre le sonreía desde el espejo y, maravillado, pagó con sus ahorros la extraña alhaja. Ya en casa, lo escondió en un baúl. Todos los días interrumpía su trabajo y se iba al desván a contemplarlo. Su mujer le siguió hasta el escondite donde miraba largamente el espejo. Intrigada, tomó el objeto, miró y vio allí el rostro de una mujer. Gritó a su marido: “Me engañas, tienes una amante y vienes a mirar su retrato”. “Te equivocas, aquí veo a mi padre otra vez vivo y eso alivia mi dolor”. “¡Embustero!”, contestó ella. Los dos acusaron al otro de mentir y se hicieron reproches cada vez más amargos. Una anciana pariente quiso interceder en la discusión y juntos subieron al granero. La mediadora miró la imagen encerrada en el disco metálico y sacudiendo la mano dijo a la esposa: “Bah, no tienes que preocuparte, solo es una vieja”. A menudo, los espejos son esos objetos donde no encontramos reflejada la imagen que tenemos sino la imagen que tememos.
Irene Vallejo