
En torno a los trece años cambia el centro del mundo. Hasta entonces, lo importante ocurría en casa, en el universo protector de la familia. De pronto, las alegrías y las penas suceden en la calle, en el instituto. El cariño de los padres ya no salva; se desea el éxito entre los compañeros y aterroriza sufrir su desprecio. Se entra en la adolescencia experimentando timidez y rabia, con gesto indiferente y desesperadas ganas de gustar.
Hace más de veinticinco siglos, la poeta griega Safo conoció ese cúmulo de sensaciones. Era, según confesión propia, menuda y poco atractiva, pero tenía el don del canto y la danza. Gracias a ese talento, dirigió una cofradía dedicada al culto de la diosa Afrodita donde enseñaba música y baile a chicas en la difícil edad. Se enamoró de algunas de ellas, desgarbadas y tímidas, eco de su propia soledad adolescente. Un fragmento de Safo dice: “La dulce manzana enrojece en la alta rama, en lo más alto, olvidada por los recolectores. Pero no la olvidaron, es que no pudieron alcanzarla”. En esos versos, Safo habla de la congoja de sentirse ignorada. Sabe, desde la perspectiva de su experiencia, que las personas sensibles no son las preferidas a esa edad, aunque los años corren a su favor. El tiempo de la juventud entremezcla miedos, deseo y prisas; hoy, igual que en la Antigüedad, la adolescencia es pasión e impaciencia.
Irene Vallejo**Autora de El infinito en un junco