ALFREDO SAN JUAN
Se diría que la sociedad en la que vivimos admira y premia los comportamientos agresivos. La evolución de la palabra misma revela que esta actitud está tomando carta de naturaleza: hace unos años significaba violento, ofensivo, hiriente; ahora, ambicioso, enérgico, eficaz. Hoy parece un mérito –y no un síntoma de desequilibrio– que los deportistas, los ejecutivos o los vendedores sean agresivos. La televisión coloca el micrófono delante de la gente más indignada, atacante y ofensora. Hay estridencia en cada atasco de tráfico. Internet sirve de púlpito para el odio. La atmósfera se crispa, las actitudes son contagiosas, nos ponemos en guardia ante los demás. Por las calles muchas personas caminan como autómatas que no se desvían de su trayectoria y se irritan contra quienes les obstaculizan el paso.
El filósofo y emperador romano Marco Aurelio discrepaba profundamente de estas actitudes. Para él, la agresividad es una debilidad y la violencia suele ser lo contrario de la fuerza. A su juicio, los que se enfurecen sufren de una herida y embisten, mientras que la amabilidad es invencible. Si no te sacan de quicio, mantienes la superioridad moral y vences. “¿Qué podrá hacer contra ti el más grosero si te mantienes amable con él?”, escribió en sus Meditaciones. Creía que los buenos modales no deben nada al miedo y que la verdadera prueba de valor es adaptarse y transigir. Casi veinte siglos después, las enseñanzas de Marco Aurelio todavía resultan necesarias. Nos conviene recordar que la amabilidad es la habilidad de hacerse amar y la paciencia, la ciencia de los pacíficos.
Irene Vallejo