Nunca imaginé que me tocaría ser estrujada por el sismo del 19S. Hoy, a doce días de la tragedia, la nitidez de ese instante se me aparece de golpe y porrazo en todo momento, sin pedir permiso.
Nunca imaginé que –después de haber cumplido con el rutinario simulacro- volvería a salir del edificio de biblioteca del Tec de Monterrey siendo otra. Estaba en una reunión con colegas de mi universidad cuando de repente nos llegó el golpe telúrico. El edifico empezó a cobrar vida y parecía estar poseído bajo los efectos especiales de una mala película de Hollywood: apagó la luz con un tronido, rugía como una bestia furiosa, se movía de un lado a otro, echaba algunos plafones del techo y se ondulaba como gelatina desde el piso. El suelo nos tiraba y no nos dejaba ponernos de pie, su magnetismo era muy fuerte. Fueron segundos largos, de una intensidad bestial.
Nunca imaginé que mi cuerpo podría producir tanta adrenalina y alojar tanto miedo. Vivo en la Ciudad de México desde hace seis años. Aunque mi sistema nervioso ya ha incorporado la experiencia de los temblores, nunca me preparó para la intensidad de éste. No se pareció en nada a lo vivido con anterioridad. Brotó de golpe, como un hacha que cortaba la realidad en múltiples pedazos.
Nunca imaginé que ese momento caótico que vivíamos, pero no entendíamos en su totalidad, requeriría de la narrativa para ponerle un orden cronológico, para contemplar aquellas partes de la realidad que nuestras limitadas percepciones ignoraban. Fueron momentos confusos. Nuestras herramientas de navegación se habían quedado en los escritorios, en las mesas de trabajo. Sin internet, sin whatsapp, sin email, nos quedábamos sin brújula. Afortunadamente, nuestro instinto de sobrevivencia salió a flote y nos ayudó a ponernos las pilas. Poco a poco recobramos la calma y empezamos a movernos por el campus para confortar alumnos, entender la magnitud de lo sucedido y ver en qué podíamos ayudar.
Nunca imaginé que en medio de la oscuridad y la pérdida podía surgir una parte luminosa que fue la reacción de la sociedad civil, y en particular de la comunidad académica de la que formo parte. Ante una situación devastadora, alumnos, profesores y personal se movilizaron rápido. Se hicieron cargo de los que necesitaban auxilio en el campus: se organizaron y trabajaron para repartir agua, hacer pequeñas e improvisadas curaciones, buscar sillas de ruedas y muletas. Ayudaron a confortar a todos, a agilizar la localización de personas, y a trabajar con fuerza en la remoción de los escombros. En esos momentos se borraron las fronteras entre profesores-alumnos, hombres-mujeres, jóvenes-viejos, internos y externos, amigos y conocidos. Todos fuimos compañeros, supimos estar juntos y cuidar de nosotros. En estos días hemos sido testigos del surgimiento de formas de liderazgo distribuidas, colaborativas, horizontales, empáticas y solidarias. Vimos en acción una inteligencia colectiva que, desde la vulnerabilidad y los afectos, pudo hacer frente a la incertidumbre, la angustia y el dolor.
Nunca imaginé que los famosos millenials tendrían la oportunidad de deshacerse de todas las etiquetas que les hemos impuesto. Dejaron de ser los niños mimados, indiferentes, autocomplacientes, indolentes para hacerse adultos de una vez y para siempre. Los vi hacer vallas humanas, cargar colchones, organizarse para cargar y acompañar. Los vi conectarse de manera profunda con su comunidad y –posteriormente- con la ciudad y su dolor. Los vi en brigadas haciendo todo tipo de trabajos. Los vi ágiles para organizarse desde el celular, y metiendo su cuerpo para ayudar a la ciudad en su caída. Los vi vulnerables y fraternos.
Nunca imaginé que la adversidad y la pérdida tan grande de vidas nos dieran la oportunidad de redescubrirnos más allá de los roles de instructores, directores o capacitadores, para reencontrarnos como miembros activos de una comunidad de afectos y aprendizaje que confía en lo colectivo, lo colaborativo y lo humano.