Entre la mancha de vehículos que avanza sobre avenida Chapultepec, veinte metros antes de llegar frente a la estación Cuauhtémoc, dos mujeres abordan un taxi; segundos después, sin embargo, bajan y hacen reclamos al chofer, quien acelera. Alzas la mano en señal de que se detenga el mismo vehículo. Lo abordas. Es uno de 141 mil taxis que circulan en Ciudad de México.
Es normal que salten sorpresas cuando subes a un taxi. Muchos pasan con la bandera de libre, pero no se detienen; otros alteran la tarifa y hazle como quieras, o bájate, insinúan, o de plano te lo dicen; lo mismo pasa con aquellos que ponen la tarifa especial de sitio, mientras que el de aplicación multiplica el precio porque hay “dinámica”.
La mayoría de los taxistas son buenas personas, sobre todo los de avanzada edad, pues en general respetan la tarifa establecida y van hacia donde tú indiques. “Para eso trabajamos, ¿no?”, te han expresado algunos. Otros prefieren andar mosqueando en sus colonias.
No faltan los que “hacen base” en algún lugar para cobrar más, como aquellos que también husmean en el Centro Histórico, a la caza de incautos o de señoras que van de compras y los buscan con ansiedad, angustia y desazón.
—¿A dónde va?— preguntan.
Y lanzan el anzuelo.
Y esperan a que lo engullan.
Se trata de chafiretes que no usan taxímetro y dicen, después de escudriñar al usuario, “para allá no voy”, o mienten cuando dicen que no sirve el taxímetro, “pero me paga lo que siempre ha pagado”.
Y pululan otros que, después de una amena plática durante el trayecto, te borran las sonrisas cuando llegas a tu domicilio.
***
Por tu mente cruzan anécdotas mientras esperas al taxi del que bajaron las mujeres, por lo que sigues con la mano arriba; ya se puso la luz verde rumbo al nororiente y dos agentes, hombre y mujer, manotean y pitan para que circulen rápido. Se detiene el taxi, subes y acelera.
—¿A dónde?
—Al centro, por el carril izquierdo.
—¿Por Isabela?
—Sí, por favor.
Enfila por Río de la Loza y luego Fray Servando. Para entonces el taxista ya había manipulado el taxímetro y apareció el banderazo de $ 8.70, la tarifa normal. Le preguntas por qué no les dio servicio a las mujeres.
—Es que iban a La Raza, jefe, y la mera verdad allá se mueve mucho tráfico y de regreso no hay pasaje, porque tienes que dar varias vueltas y sales al eje Guerrero y ahí no hay nada.
—Y se molestaron.
—Pues sí, porque me dijeron que un Uber cobra más barato y eso sí me hizo reír, jefe, y le dije que no me comparara con esos porque ellos le iban a cobrar más de ciento veinte.
—Y qué le dijeron.
—Le dije que me dieran cien varos, pero me dijo que “no, que qué, qué” y le dije “aaah, ya, ya”.
—Y mejor se fueron.
—Sí, pero la verdad, mire, no es porque no quiera dar el servicio, pero tengo veinte años de taxista y sé que por allá no voy a pescar nada de regreso, jefe. Yo le dije que me diera cien para compensar, pero no quiso.
Y es que ya eran las 19:30, lapso en que medio mundo sale de trabajar y todos los caminos llevan al norte y oriente de la capital, sobre todo a municipios conurbados, como Ecatepec y anexas.
—Mire —continúa con la plática—, uno aprende de los errores; no podemos tropezar con la misma piedra.
—Bueno, eso se dice.
—No, se lo pongo como ejemplo del por qué no la llevé.
Piensas comentarle que otros taxistas están en contra de negar el servicio, pero prefieres no alargar la plática ni entrar en detalles y llegas a tu destino, que es la calle Madero, y el taxímetro marca 31 pesos, lo que viene siendo una tarifa normal, y le das cinco más.
***
Otro día.
No pasan taxis y dudas en ingresar a la estación Coyoacán del Metro, pero decides esperar un rato más sobre avenida Universidad, y en eso estás cuando por allá viene uno, aunque un poco alejado del carril derecho. Estiras la mano en señal de que pare; el chofer hace una rápida maniobra y frena.
Son las 21:50.
El del volante, de unos 60 años, apenas asoma la cara por el retrovisor. Comienza a expresarse mal de los servicios de taxi por aplicación, pues dice que mientras ellos tienen que pasar exámenes rigurosos para poder conducir, aquellos no requieren de preparación.
Lo extraño es que, a pesar de que son más de las diez, el hombre deja el banderazo con la tarifa normal. Y mientras maneja no deja de platicar. Es jactancioso y confianzudo. Difunde rumores sobre la orientación sexual de políticos y asegura que conoció algunos que han participado en juergas.
La ocasión en que hizo la prueba para obtener el tarjetón, hace quince años, comenta, el examen antidoping era estricto. Entre el grupo donde él estaba detectaron a tres adictos cuyos nombres mencionaron en voz alta: dos, de más de 60 años, habían salido positivo a cocaína y el más chavo a la mota.
Uno de los adictos a la coca le suplicó a la licenciada que no quería que su familia se diera cuenta. “Pues que se den cuenta que es usted un pinche mariguano,viejo y ridículo”, le dijo la funcionaria.
—A poco le dijeron con esas palabras.
—¡No, sí, así les dijo! Eran dos licenciadas.
—Y qué más les dijo.
—Que había una clínica para que se desintoxicaran o que no les daban el tarjetón. “No, pues sí señorita, vamos a ir a la clínica para desintoxicarnos”, dijeron los dos viejos.
—¿Y qué pasó con el otro?
—Al chavito le dijo: “¿Y tú, qué?”. Y él contestó: “No, pos vayan y chinguen a su madre, yo no dejo mi mota”. “¿Ah, no quieres tu tarjetón?” “No, yo no”. Y pum, pum, cancelado y ya.
—Solo eran choferes.
—Sí, como yo, que doy cuenta.
—¿Y al chavo le cancelaron el tarjetón?
—Sí, y de por vida.
—Pues están duros los exámenes que les hacen.
—Claro que sí.
—¿Y a los de aplicación también les hacen exámenes?
—No. Hay tres cabrones que estaban en el Big Brother. Salieron y se fueron dos a esas empresas… Jajaja. ¡Big Brother! Así les decimos cuando salen de la cárcel.
—¿Cuánto tiempo tiene de taxista?
—Yo, desde 2008 o 2009.
—No creí que fueran tan estrictos en los exámenes.
—No, sí, son bien cabronas las licenciadas, te hacen que te quites las camisas para ver si no tienes malformaciones. Ese día que me tocó el examen llegó un cabrón bien apestoso. Pues qué crees: lo corrieron. “¡Sáquese a bañar!” Así le dijeron, mi carnal, así le dijeron; son bien cábulas.
—Deben ser de la policía las que hacen el examen.
—No, son de Transporte; están allá en el Coyol. Lo cambiaron porque antes tenías que ir a La Virgen y de La Virgen al Coyol, y así te traían.
—¿Y por qué?
—Por sus esos. Jajaja. No, en La Virgen hacías el curso y en el Coyol hacías el antidoping; también el examen de pericia y te regresabas a La Virgen para que te dieran el tarjetón.
—¿Y ahora cómo están las cosas?
—Pues solo por la pandemia fue rápido, porque no podían tocarte. El pago lo haces en el banco. Está enfrente. Es un Bancomer. A lo que voy es que si chocas y no tienes el tarjetón, el seguro no responde.
—Para eso sirve el tarjetón.
—Sí, para lo del seguro y para que los del INVEAno anden chingando la madre.
Y entre bromas y ocurrencias del taxista, te da un ataque risa y de tos, por lo que se agudiza tu problema de reflujo; entonces el del volante se pone a recetar medicinas y saca una cajita. “Tómale foto, tómale foto, es una chulada, con esto se te va a quitar”.
—Es que es duro el reflujo.
—Sí, algunos especialistas dicen que es como tuvieras una rajada en el estómago; a mí ya me querían operar en el Hospital General, pero yo les dije que ni madres. Dicen que si te operan del hocico ya no te arde la panza…
—Ya, aquí, aquí me bajo— le dices.
Y frena sobre una calle de la colonia Juárez.
El taxímetro marca 75 pesos y le das un billete de cien; estás a punto de decirle que se cobre ochenta; no, te arrepientes, mejor 85 pero el sujeto se queda con todo y a ti se te hacen los ojos de plato.
—Bueno, deme quince…
—No, ni madres, no manches, mira qué horas son; además, todo lo que te hice reír, jajajaja, ¿crees que fue de a grapa? Órale, cuídate mucho, nos vemos, y no dejes de tomarte la medicina. Con eso se va a quitar el reflujo.
Y se esfuma sobre avenida Chapultepec.
Humberto Ríos Navarrete