Tardaron cuatro meses en abrir, desde que comenzó la pandemia, pero la Calle de las novias, en el Centro Histórico de Ciudad de México, sigue desolada. Las ventas han caído y detrás de cada aparador, que exhibe maniquíes con multicolores vestidos de satín y largas colas de holanes y tules, hay historias que pueden sumarse a los quebrantos.
Los veranos son la mejor época del año para esta zona, que abarca las calles de Chile y Honduras, hasta la Lagunilla, pero el coronavirus cayó como una bomba en todo el mundo y amenaza con arrasar a este emblemático microcosmos de llamativos colores, donde futuras quinceañeras y mujeres casaderas depositan parte de sus sueños.
De todo eso está consciente José Luis Santiago, de 61 años, uno de los propietarios, quien de adolescente vio prosperar negocios de padres y abuelos, migrantes libaneses y españoles, que vivieron en esta tradicional franja, también famosa por sus aparadores con vestidos de quinceañeras, de primera comunión, de pajes y toda su parafernalia.
Otros comercios están cerrados en estos pasillos y banquetas, más conocidos por sus aparadores con maniquíes que simulan estar envueltos por nubes o espuma blanca, o de colores pastel y tonos chillantes.
De este negocio han coexistido familias enteras, ya sea de mexicanos o descendientes de extranjeros, como José Luis Santiago, quien lamenta:
—Estamos viviendo un drama a nivel humano, porque pequeñas y medianas empresas, que es la mayoría, de 30 o 40 años de tradición, nunca habían enfrentado una situación como esta.
Todo empezó en marzo, cuando cerraron salones y templos, obligados por el covid-19, y entonces se cancelaron o aplazaron fiestas.
Y junto al azote de la pandemia viene algo que José Luis Santiago tiene identificado para todo este gremio y otros más:
—El mayor de los problemas es la renta. Si pagas de 50 mil pesos y estás abriendo ocho días este mes, porque aquí se abren nones y pares, debes una renta de 200 mil pesos, sin hacer absolutamente nada.
Aquí, añade Santiago, la mayoría de las tiendas sobrevivientes, está en una situación financiera endeble, ya que la cadena productiva se rompió.
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José Luis Santiago piensa que faltó una política de Estado para atender a las pequeñas y medianas empresas. “Por una emergencia sanitaria –dice en tono enérgico- aquí cerramos para salvar vidas, y que a este negocio se le castigue, aplicándole toda la responsabilidad, es injusto”.
—¿Toda la responsabilidad?
—Toda la responsabilidad financiera: pagué sueldos para salvar vidas y ahora me quieren obligar a pagar renta, ¿y el casero, qué? El casero no perdió su patrimonio, aquí sigue.
Tíos, madre y padre de José Luis Santiago -ella española y él libanés- se conocieron en el Centro Histórico, donde pusieron una tienda de vestidos para quinceañeras y de primera comunión.
Su padre vivía en la calle de Comonfort. Un tío abuelo tenía una fábrica de abrigos en el número 7 de Chile y un despacho en la calle de Palma.
En el chat que mantiene con gente del Centro Histórico de Ciudad de México, que ha servido para alertar sobre emergencias, José Luis Santiago anunció el cierre de su tienda San Jorge, en la llamada Torre de Babel, donde de niño visitaba a su tía abuela que llegó de Líbano.
Recuerda que en mayo de 1981, con el apoyo de su padre y de un tío, rentó departamentos para oficinas y bodegas, y con el pasar del tiempo se defendió de criminales que en dos ocasiones le ametrallaron la tienda y en otra intentaron incendiarla con un colchón en llamas.
En la zona brindó ayuda durante los sismos de 1985, acompañado de militares, y organizó a vecinos y comerciantes para luchar contra la delincuencia, siempre en contacto con la policía y la Autoridad del Centro Histórico; pero hace 8 días decidió desalojar su tienda, pues ya no pudo más.
“Mis caseros no entenderán nunca el vínculo sentimental que tengo con esa propiedad”, escribió en cibercharla con amigos del gremio y otros comerciantes del Centro Histórico.
“El 3 de mayo empezaron a asediarme con las renta y amenazas de recargos… Me hicieron el 30 por ciento de descuento”, agrega, pero no aceptó y decidió pagar su deuda, “porque negocios son negocios”.
Eso sí, aclara, “me trataron como ladrón después de que durante 39 años nunca me atrasé en la renta”.
“Les confieso –finaliza José Luis Santiago- que no he parado de llorar pero, en fin, estamos vivos y seguimos; les pido perdón por este asunto tan personal, pero hay muchas historias así en la calle”.
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Con 67 años de edad, de los cuales 35 dedicó a sus dos tiendas de vestidos de novia, Antonio Fernández fue acorralado por la crisis y no le quedó más alternativa que desmontarlas, pues desde el fin de año tuvo mermas en ventas, ya que la alcaldía Cuauhtémoc autorizó desfiles que ocasionaban cierres de calles. “Eso a mí me pegó mucho”, dice.
—Y ahí empezó todo.
—Sí –responde, mientras desnuda maniquíes y envuelve vestidos con tres de sus empleadas-, porque dos meses de los días buenos se convirtieron en malos y cayeron las ventas; luego, empezando el año vino la pandemia; entonces cerramos en marzo y abrimos en julio.
—Fue el tiro de gracia.
—Sí, y eso de abrir pares y nones, significó aniquilarnos, porque la gente sabe que el Centro no está abierto y no viene. Entonces hay que pagar la renta, hay que pagar sueldos, impuestos, en fin, el traslado, todo eso. Y no había forma de sostener.
—Ni para dónde.
—Sí, claro, 4 meses sin abrir, y cuando nos permiten, pues son tres días a la semana. Es decir, 12 días al mes. Fue la puntilla.
En el número 50 de la calle de Chile, locales A y B, queda el nombre de Diseños Fernández, donde llegaron a trabajar 5 empleadas y él, pero al final se quedó con dos. Ahora desmantela y hace cuentas. Ya no aguanta más.
—Y detrás de ustedes hay más.
—Por supuesto –responde Fernández Martín-, porque nosotros somos la cara visible; atrás de nosotros hay personas que hacen los vestidos o fábricas, diferentes marcas, y atrás de ellos están los que venden las telas…
—Es una cadena.
—Claro, nosotros somos como las fichas de dominó: la última, pero al caernos afectamos a mucha gente.
—Toda una industria.
—Toda la industria del vestido. Yo manejaba aquí vestidos de fiesta, de paje, de primera comunión, de 15 años y de novia.
El hombre hace las últimas cuentas y medita. Todavía no sabe qué hará con toda la mercancía; solo una parte de ésta, dice, tendrá como destino final la Casa de la Amistad, para ayudar a personas que tuvieron cáncer.
—¿Y después?
—Vamos a seguir buscando la vida por otro lado. Por lo pronto deseo éxito a las personas que se quedan, aunque yo creo que muchos van a seguir después. Lástima.
La popular Calle de las novias, como es conocida, es solo un microcosmos de lo que sucede en el mundo; aquí, mientras tanto, los vaporosos vestidos, sus colores, el satín, el velo y los holanes, parecen esfumarse en cámara lenta con la esperanza de un festejo.