En el local número 242 del mercado público, de la colonia Reforma, Ciudad Nezahualcóyotl, hay un taller de artesanías que especialistas recomiendan a pacientes como una forma de terapia. Lo supo Claudia Gutiérrez Rivera, quien lo dirige, cuando comenzaron a llegar pacientes para aprender lo que enseña.

Y todo le ha traído satisfacciones, en especial cuando un sobrino suyo sentía enorme felicidad cada vez que ella lo visitaba en el hospital, pues el pequeño sabía que, aunque ocultos, su tía llevaba pinturas y otros materiales para enseñarle a dibujar y colorear. Serían los momentos más felices de un niño que padecía una enfermedad incurable.
La maestra desgrana sus anécdotas, no para jactarse, sino más bien como parte de un oficio al que se dedica desde hace 32 años, lapso durante el cual ha experimentado satisfacciones y situaciones agridulces.

Como sucedió aquel fin de semana, cuando ella y su esposo, José Guzmán, se dirigieron al hospital público donde un sobrino y ahijado estaba internado. De hecho permanecía en coma, cuenta Guzmán, quien al ser informado que le tocaba su turno, pronto subió al piso donde el pequeño estaba intubado.
—¿Qué sucedió ese día?— se le pregunta a Guzmán.
—El monitor cardíaco empezó a marcar más rápido de lo normal, entonces la enfermera en turno me preguntó qué parentesco tenía yo con el enfermito, y le contesté que era su padrino. Enseguida me comentó la enfermera: “Él sabe que está usted aquí porque se puso contento al oír su voz”.

Y es que el niño sabía que, en anteriores ocasiones, cada vez que sus padrinos lo visitaban le llevaban algún regalo o se ponían a colorear figuras, por lo que aquellos momentos se tornaban muy especiales para todos.
Claudia quiere hablar de “ese sobrinito de diez años que murió de cáncer”, como recuerda, pues había una relación muy especial por lo que ella hace. “Yo veía en él la fuerza que le daba pintar una pieza”, recuerda Claudia Gutiérrez. “Lo miraba en su rostro”.

Cuando el niño sabía que su tía hacía antesala, apuraba a las enfermeras para que la dejaran pasar, pues él sabía que esa visita le garantizaba felicidad. El problema es que Claudia tenía que esconder lo que llevaba, pues estaba prohibido entrar con artículos extras.
—¿Y usted qué hacía?
—Los pinceles, por ejemplo, los metía entre mis cabellos, y todo eso para que no me los vieran. Los ocultaba. Y ya adentro también les enseñaba a otros niños, porque yo veía que los llenaba de energía, de vida; yo veía a mi sobrino cómo le brillaban sus ojitos al acabar una pieza.

Y fue a partir de esa experiencia que germinó el proyecto de enseñar a pintar a niños con cáncer —“clases totalmente gratuitas”—, porque siempre vio la energía que irradiaba en el semblante de su sobrino y de otros pacientes.
Todo sucedió hace cinco años.
—¿Y a qué edad murió?
—Tenía diez años; duró 12 meses con la enfermedad.
—¿Y cada cuándo lo visitaba?
—Yo intentaba ir cada ocho o tercer día, porque a él le gustaban mucho todas estas cosas que yo hacía.
—¿Y qué hacía él con sus piezas?
—Las ponía en unos cristales grandes. Yo le decía: “Véndelas, hijo”. Y él contestaba: “No, no, yo las mías no las vendo”. Las enfermeras lo felicitaban porque decían que trabajaba muy bonito.

Y así es como Claudia Gutiérrez Rivera, de Arte & Creaciones Claudia, se inclinó por trabajar más con los niños, aunque a su taller van personas de todas las edades.
Las piezas están hechas de resina, cerámica y fibra de vidrio, que ella adquiere en diferentes lugares, además de hacer pinturas en tela, que adorna con trazos delicados. “Nos dedicamos a darle forma y vida a la pieza, a darle color y alegría”, dice mientras sonríe un poco nerviosa.

Todo empezó hace 32 años, en Texcoco, Estado de México, y aunque ella es de la colonia Doctores, Ciudad de México, se estableció en Neza junto a su familia, donde ha desarrollado su actividad como artesana de trazos finos, “aquí en El Rinconcito 240, de la colonia Reforma”.