Sus residencias estaban sobre Paseo de la Reforma, casi enfrente una de la otra, pero uno de sus dueños, en este caso dueña, no tenía simpatía por el otro; al contrario, lo detestaba. Lo supiste por ella, Irma Serrano, actriz, cantante y política; él era un encumbrado priista, ex secretario de Gobernación en los estertores del salinismo y gobernador de Chiapas, entidad en la que había nacido la mujer de cejas elevadas y ojos de un verde encendido, también autora de libros, quien falleció el pasado miércoles, mientras que él se había ausentado para siempre dos años atrás.
Los entrevistaste para diferentes medios en diferentes épocas. El encuentro con los personajes, polémicos ambos, como se les calificaba, se dio en distintas circunstancias. Entonces había que sacarles jugo, intentar exprimirlos, por así decirlo, y era la oportunidad, pues estabas a escasos centímetros de dos monstruos: con Patrocinio González-Blanco Garrido, a bordo de un helicóptero, en el espacio aéreo de la selva; y con La Tigresa, en su residencia, mientras se maquillaba en una silla-cama.
Había que vencer temores y soltar preguntas a bocajarro, si era preciso, en el primer caso; en el otro era más cuestión de observar y tener algo de tiento, pues tampoco podías violar su intimidad ni convertirte, después lo reflexionarías, en un vulgar paparazzi. Por eso habías llegado temprano a casa de Las Lomas: la intención era escudriñar el terreno. Y sin embargo sabías que ambos personajes eran huesos difíciles de roer.
Hombre al que tildaban de mano dura, por su parte, González-Blanco Garrido fue secretario de Gobernación durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, puesto al que lo llamaría a colaborar poco antes de que hiciera su aparición el Ejército Zapatista de Liberación.
Meses antes, precisamente, habías sobrevolado el municipio de Ocosingo, considerado La puerta de la selva y una de las principales rutas que tomarían milicianos del EZLN, encabezados por el Subcomandante Marcos, para después tomar San Cristóbal de las Casas.
¿Pero cómo estuvieron aquellos encuentros?
Todo viene a cuento porque Irma Serrano, conocida como La Tigresa, murió la semana pasada, a los 89 años, y era vecina de González Garrido, a quien sus críticos más obstinados apodaban Latrocinio y le achacaban tener mano dura, pues había encarcelado a Joel Padrón, sacerdote de Simojovel, por lo que esta era una de las preguntas que habría que desenvainar en corto. Pero habrá que sintetizar la historia.
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Patrocinio González-Blanco Garrido tenía una particular relación con los indígenas, a los que trataba de manera paternal, un aprecio similar que prodigaba Irma Serrano, nacida en Comitán, con sus paisanos.
El gobernante tenía fama de ser irascible, pero más bien llamaba a las cosas por su nombre, sin adornos. Esto quizás haya asomado el día que lo tuviste junto a ti, del lado izquierdo, y mascullaste a tu vecino de asiento en aquel potente helicóptero que surcaba en el cielo chiapaneco:
—Lo voy a entrevistar.
Él, que después sería gobernador por un tiempo, te dijo que sí, sin problemas; pero le advertiste que no sería una entrevista a modo.
—Están bien— dijo y sonrió.
El interlocutor, en ese momento senador del PRI por Chiapas, te había facilitado un documento en el que denunciaba la indiscriminada tala de árboles. Mencionaba grandes extensiones depredadas por delincuentes. Esto se publicaría en aquel diario que ya no existe. Entonces la nota provocó que te enviaran a Chiapas, para acompañar al entonces gobernador a una gira, pero nunca te hablaron del itinerario, de modo que la sorpresa fue que había mucha tela de donde cortar. Es decir, entrevistar al personaje.
Poco antes habías regresado de Nueva York, un viaje que te obsequiaron como premio, lo que te dio un inesperado gusto, pues era como abrir las cortinas de una pantalla de cine y entrar a las calles de Manhattan y caminar por avenidas y banquetas donde habían filmado grandes películas de gánsteres y policías. Fueron pocos días. En realidad, fue una visita a la sede de la ONU, donde el salón de sesiones fue tomado por niños de varias partes del mundo y exponer sus ideas desde la tribuna.
A tu regreso de la llamada Gran Manzana te disponías a teclear un texto para describir lo que habías visto por donde pasaste, desde el edificio de la ONU, hasta las banquetas de los grandes teatros, cuando el subdirector te llamó para decirte que había una invitación para acompañar al entonces gobernador González-Blanco Garrido.
Y te extendió el boleto.
Y ni modo.
Al día siguiente abordaste un avión rumbo a Tuxtla Gutiérrez, acompañado de un camarada fotógrafo, y de ahí abordaron un helicóptero hacia un lugar de la selva. Se trataba de acompañar a quien algunos pintaban como un monstruo. La sorpresa fue interesante.
¿Por qué meter a la cárcel a un sacerdote? El gobernador dijo que los religiosos deben ocuparse de lo suyo. Es decir, “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Él estaba para hacer respetar las leyes en la tierra, mientras ellos, dijo y señaló con su índice hacia arriba.
También le preguntaste la razón por qué no aceptaba las recomendaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, CNDH, para arreglar las cárceles que estaban en pésimas condiciones. Respondió que primero estaban “sus” indígenas, por lo que usaría el presupuesto para ellos y no para que los delincuentes vivieran cómodos.
Y cuando el helicóptero aterrizó, por cierto, su gente ya lo esperaba en descampado y habló desde un improvisado templete, donde advirtió que encarcelaría a los taladores; incluso mencionó algunos nombres de los presuntos que al parecer después metería a la cárcel.
Y en eso estaba cuando empezaron a llegar maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, CNTE, sección Chiapas, hasta formar un grupo que coreaba consignas, mientras él hablaba; hasta que lo sacaron de quicio y detuvo su discurso.
Les dijo que tuvieran tantita educación y que primero lo dejaran hablar, para después escucharlos, y al término les dijo que sus peticiones no le correspondían a él, sino al gobierno federal, por lo que deberían trasladarse a reclamar a la capital del país.
Aquellos se fueron y a él le aplaudieron los suyos.
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Es mayo de 2000. La senadora Serrano, recostada en un diván, se maquilla frente a un gran espejo redondo. Está enfundada en indumentaria deportiva y trae tobilleras de algodón. Atenaza un palillo con las yemas del índice y el pulgar, cuya punta desliza, embadurnada ésta de un líquido blanco, a lo largo de esa membrana roja que bordea el párpado izquierdo donde nacen las pestañas. Pronto, con igual pulso de relojero, empalma otras más grandes. Sobre sus piernas se mece una charola donde se amontonan objetos pequeños que servirán para adornar su rostro.
Ordena a un sirviente poner quieto a uno de sus cachorros. De inmediato le obedecen. A su derecha, un pequeño baúl; a su izquierda, otro estuche. La Tigresa está en su residencia, segundo piso, próxima a la venta que da a Paseo de la Reforma, frente al domicilio de Patrocinio González-Blanco Garrido, a quien llama “ese”.
Y es que lo llama así, con dejo de desprecio, porque asegura que su paisano, mientras era secretario de Gobernación, prohibió la distribución de su libro Una loca en la polaca.
—¿González Garrido le tenía odio?
—No creo que sea odio personal, porque no me conocía. Era como decir: “¿Alguien se está atreviendo a retarme?”
—¿Y no se ha visto aquí enfrente?—Pues sí, a veces salgo yo, a veces sale él.
Y los perritos no dejan de ladrar.
En la alfombra del primer piso, también atiborrada de antigüedades, está un busto en bronce del expresidente Gustavo Díaz Ordaz. El secretario de la senadora se apresta a decir que la figura está ahí momentáneamente, pero que tiene su lugar especial.
Después de aquellos años la viste en la Lagunilla, pues le gustaba comprar antigüedades, y de ahí solo sabrías de ella a través de sus menciones en la prensa, pues andaba envuelta en escándalos políticos o parlamentarios, pero eso quizás sea un tema para sus biógrafos.
Humberto Ríos Navarrete