La idea de Sergio Tovar fue instalarse a unos pasos del antiguo ayuntamiento de Ciudad de México, con el único propósito de plasmar una serie de cuadros de la Catedral Metropolitana, pero al paso de los días descubriría un nuevo entorno; también lo hizo reflexionar una monjita que pasaba frente a él y le espetó si sabía que en una de las torres del famoso templo había tres esculturas con los nombres de Fe, Esperanza y Caridad, las mismas que cayeron durante uno de los temblores que han sacudido a la capital.
Todos los días aborda un taxi afuera de su domicilio y llega a Plaza de la Constitución; algunas veces lo ayuda una persona; otras, solitario, baja sus trebejos y los coloca de manera parsimoniosa: un cuadro por aquí, otro allá, hasta quedar instalado, listo, entre avenida 20 de Noviembre y 5 de Febrero, casi esquina con 16 de Septiembre, entre bancas y macetones desde donde algunas personas lo ven pintar y curiosean alrededor.
Algunos viandantes, mexicanos y extranjeros, hacen preguntas y él responde con amabilidad; de repente, a vuelo de pincel, imparte clases o da consejos sobre esta rama de las artes. También lo han contactado turistas europeos que le encargan pinturas y, en caso de no tenerlas en ese momento, se las envía. Es una de las tantas cosas que no imaginó cuando decidió ponerse a pintar aquí, de donde han intentado quitarlo.
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La historia de Tovar es como la de muchos que desde chicos quieren estudiar lo que a sus padres no les agrada. En 1979, cuando tenía 14 años, recién egresado de la secundaria, Sergio le dijo que aspiraba a estudiar pintura, pero su padre se molestó.
El padre no aceptó ni siquiera porque el hijo había ganado una beca otorgada por la embajada de la India para que estudiara pintura en La Esmeralda, debido a que había dibujado a Mahatma Gandhi.
Su padre le exigió estudiar la prepa y después que hiciera lo que quisiera; entonces lo envió al Tec de Monterrey, en la capital de Nuevo León, y en dos años la estudió y regresó al Distrito Federal.
El padre, de oficio joyero, insistía en que su hijo no estudiara pintura, “una profesión para drogadictos”, decía, sino ingeniería, pero Sergio no le hizo caso y como castigo le negaron la ayuda económica.
Y lo pusieron a trabajar en el taller, como un castigo por desobedecer a sus padres; pero no le importó y de ahí se iba a la escuela de pintura, en la que fue adoptado por un maestro que le enseñaba en su estudio.
Después viajó a Nogales, Sonora, y puso un taller de joyería donde montaba brillantes, pero regresó a la capital del país. Después de algunos problemas de salud, volvió a lo suyo: la pintura.
Desde hace tiempo forma parte de un grupo de 20 personas con los que interactúa para “rescatar los valores plásticos”.
Están dirigidos por pintor Óscar Bachtold —discípulo de Gilberto Aceves Navarro, recientemente fallecido—, quien los reúne cada semana para experimentar algunas técnicas.
Es un grupo de producción plástica que hasta hace poco se reunían en el centro cultural El 77, atrás de la estación Cuauhtémoc del Metro, colonia Roma, pero los enviaron a Milpa Alta.
“Tratamos de aportar ideas, bajo la tutela del maestro; la esencia —comenta— es activar otras partes del cerebro por medio del dibujo y de la pintura, independientemente del estilo que cada quien tenga”.
Dibujan con la mano contraria a la acostumbrada, y a veces lo hace con los ojos cerrados, comenta Sergio Tovar.
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Y aquí está Sergio Tovar, quien reflexiona mientras gira la mirada alrededor de la Plaza de la Constitución: “Siento que no le hemos dado la atención necesaria a nuestra cultura, a lo majestuoso que tenemos en nuestra plaza del Centro de la Ciudad de México”.
Dice que en un principio lo quisieron desalojar, pero ante la insistencia les advirtió que traería a varios pintores amigos para que entre todos, desde ahí, pintaran la catedral y sus alrededores.
Ya no volvieron.
Y es que, dice, su oficio contribuye a que se conozcan las joyas arquitectónicas del Centro Histórico de Ciudad de México, del que ha pintado ocho cuadros al óleo y en acuarela.
La más reciente pintura, a la que da las últimas pinceladas, es una parte de la calle 16 de Septiembre, que hace esquina con Cinco de Febrero.
“Me tomó dos días y medio, porque es una acuarela; la acuarela se trabaja de manera muy rápida”, explica Tovar. “Debe ser una pincelada muy suelta, respetarse la transparencia del papel”.
Primero trazó en una hoja de papel el punto de fuga y las líneas de la perspectiva, para luego detallar los edificios y el ambiente cotidiano. Dice que le interesa captar la atmósfera de la zona: la gente, los comercios.
Describe frente su cuadro:
—Cómo nosotros los mexicanos caminamos alegremente por estas calles tan hermosas, ¿no? Y gente que está sentada en una banquita, reflexionando, haciendo tiempo.
—Y las parejitas.
—Sí, es sensacional ver las parejitas de novios. Debemos estar agradecidos de que vivimos en un país como el nuestro.
—¿Y qué ha descubierto?
—Que la gente, aunque nuestra situación económica es difícil, vive la vida. No deja de haber parejitas o señores tratando de arreglar una situación de trabajo, un negocio. Vienen extranjeros, turistas, gente de muy escasos recursos a comerse una tostadita. Es como un termómetro de nuestro país.
—Es diversa esta zona.
—Muy diversa. Desde monjitas hasta grupos de gays echando novio; parejas de heterosexuales, echando novio; ancianos, jóvenes y niños corriendo. Son felices en este espacio, porque aquí pueden brincar.
—Los detalles, ¿no?
—Sí, claro, me quedé maravillado, porque también soy de esas personas que pasan y no ven; me quedé maravillado de conocer el antiguo palacio del ayuntamiento. Si usted se fija, el trabajo que tiene de cantera, la arquitectura, todo, todo es una cosa increíble.
La pintura al óleo de la catedral le llevó poco más de dos meses, tiempo durante el cual descubrió varios referencias de este templo construido en tres etapas que abarcaron del año 1571 a 1813.
Este admirador del pintor Saturnino Herrán comenta que algunas personas se detienen para contarle algunas leyendas, como la “esa de que en los sótanos de la catedral antigua está enterrado un demonio”.
—¿Demonio?
—Sí, un demonio, porque en el siglo dieciocho hubo una inundación en la Ciudad de México y entonces, cuando llega el arzobispo a supervisar los trabajos, el que estaba cargo de los trabajos se le ocurre abrir un ataúd que estaba ahí, sumergido en el agua, y dice la leyenda que sale un demonio y mata al ingeniero civil que dirigía la obra. El caso es que el obispo manda a emparedar a la persona que estaba ahí.
—Mira de lo que uno se entera…
—Sí, y también descubro las cruces que están en los extremos, sobre un pedestal, donde hay cuatro cráneos y una serpiente enrollada; no había reflexionado en eso, porque sí había visto la cruz a lo lejos, ¿pero por qué hay cuatro cráneos y por qué una serpiente?
Otro detalle en la cúpula de la catedral antigua, añade, “es por qué en la parte rojiza hay unas cruces blancas de cabeza”.
—¿Y qué más dice la gente?
—Me preguntan: “¿Qué es lo que pinta, de dónde es esa iglesia?” Y yo les digo: “Pues nuestra catedral, el templo más importante para la religión católica”. Y solamente así, viendo mi cuadro y viendo la catedral, punto por punto, dicen: “Ah, caray, sí es cierto”.
La gente observa los cuadros y algunos se inclinan para depositar una moneda en la cajita donde el artista esbozó tres figuras: la del niño Sergio Tovar en medio de sus padres.
Humberto Ríos Navarrete