Roberto Padilla Ruelas frisaba los 7 años cuando conoció una paloma mensajera en casa de un tío que vendía animales de corral en el mercado de Sonora, hasta donde la curiosidad lo llevó a comprar sus primeros pichones. Padilla indagó sobre la ubicación de clubes especializados, hasta convertirse en criador y entrenador desde la adolescencia.
Aquella fue una atracción a primera vista. Entre tantos animales que habitaban en la granja de su tío Luis Ruelas había palomas que picoteaban aquí y allá, pero causó más su curiosidad una cría enjaulada, diferente a las que andaban dispersas en el patio; de modo que caminó hacia ella y quiso tocarla, pero fue frenado por una voz patriarcal.
—No lo hagas, porque si esa paloma sale y ya no regresa, pues se va a su casa —le explicó su tío.
Pero la duda no paró.
—¿Y por qué se va a su casa?
—Porque es una paloma mensajera; no son como las que ves a tu alrededor, que son criollas
—respondió el tío—. Esta paloma es más grande, el plumaje más fino y tiene dos anillos en sus patas; cuenta con un registro de año y numeración, lo que significa que tiene pedigrí.
Eran finales de los años 70. La idea quedó fija en aquel niño, quien al día siguiente acompañó a su tío al mercado de animales y comenzó a indagar quién tenía ese tipo de palomas, muy diferentes a las demás, y en su búsqueda descubrió algunas con anillos.
Desde los 8 años, y durante su transición a la adolescencia, Roberto Radilla Ruelas recorrió Iztapalapa, donde había nacido, en busca de palomas, y si las veía se preguntaba “si eran corrientes o mensajeras”.
Y así aprendió a distinguirlas.
También supo que había vecinos con esas palomas. Los visitó y observó que la musculatura y el plumaje eran excepcionales.
El día que cumplió 15 años, Roberto salió de su casa sin avisar a sus padres y jaló hacia Tasqueña en busca de Tomás Mora y Lalo Buenrostro, pues le habían dicho que ellos tenían un club de palomas mensajeras. Los encontró y lo asesoraron. Regresó alegre.
Cada vez que descubría las cualidades de esas aves tan peculiares era más su sorpresa, sobre todo cuando confirmaba que las palomas mensajeras podían volar grandes distancias y volver a casa.
Y que en México hay muchos aficionados, la mayoría en Guadalajara, Jalisco, donde cada año soltaban miles de palomas que después de horas volvían al lugar de donde habían iniciado el vuelo.
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En lo alto de su casa de la colonia Cerro de la Estrella, en Iztapalapa, Roberto Padilla Ruelas, de 49 años, tiene su palomar. Es todo un colombófilo hecho y derecho. Un experto. Es su pasatiempo favorito.
Roberto sabe que estas palomas son atléticas y rápidas en sus vuelos, que pueden volar distancias cortas, de medio fondo o de gran fondo. Las compara con atletas de alto rendimiento. Las consiente.
Hubo un lapso en el que dejó la prepa y encargó las palomas a su familia, pues se casó y emigró a Estados Unidos. Tardó un año. Cuando regresó había más pichones.
En 2004 creó el Club Estrella, en honor a su colonia y el cerro que lleva ese nombre, con 60 miembros. Duró tres años. Después, por cuestiones de trabajo, se ausentó 12 meses y se fue a Monterrey.
A su regreso se incorporó a clubes de la colonia Martín Carrera y Satélite, entre otros ubicados en la capital y zona conurbada, donde compiten en diferentes categorías.
Desde entonces estabilizó su estancia y no solo participa en competencias de Ciudad de México, sino en Michoacán, Aguascalientes, Querétaro, Zacatecas, León, Guadalajara, incluso en Sudáfrica, hacia donde embarca a sus palomas. Dice Roberto que en Guadalajara hay más de 100 clubes que cada año sueltan hasta 45 mil palomas.
En las temporadas de competencias en otros estados, como el caso de Querétaro, las palomas de la capital viajan en camiones de los clubes. El dueño de cada parvada se queda en su palomar.
Roberto espera en el Cerro de la Estrella la llegada de sus palomas, que vuelan de 80 a 100 kilómetros por hora; aunque a veces, como en cualquier competencia, pueden tener el aire en contra.
“Las palomas buscan cómo cortar el vuelo y es donde cuenta qué paloma es la que llega más rápido”, comenta Padilla Ruelas, junto a las jaulas que tiene en la azotea, donde el gorjeo de las aves es una sinfonía.
Desde lo alto se divisa parte de la ciudad. Roberto señala el horizonte con las dos manos extendidas mientras explica: “Si mis palomas vienen ganando, por decir algo, tienen que entrar aquí derecho”.
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Las palomas deben ser atendidas con esmero mientras son “aquerenciadas”, una palabra que le gusta mencionar a Roberto, quien refiere que estas aves siempre están en peligro, pues sufren enfermedades y pueden ser presa de halcones que revolotean en la zona.
Durante sus travesías también pueden ser atacadas por personas mientras las palomas sobrevuelan zonas montañosas o bajan a beber agua. “Nos han llegado palomas con postas”, comenta Roberto.
También pueden padecer calambres o infartos. Por eso es necesario saberlas cuidar: alimentarlas, hidratarlas y que las revise el veterinario.
Roberto empezó con ocho palomas y ahora tiene 50 parejas de reproductores registradas ante las autoridades; y aunque no sea una especie en extinción, dice, durante los viajes en carros especiales, rumbo a las zonas donde deberán ser soltadas, pasan por los retenes de sanidad.
Este año piensa criar 80 pichones, a los que deberá proporcionar una dieta de semillas, vacunarlos, desparasitarlos.
Dice que entre los colombófilos hay gente común y corriente, hasta profesores, empresarios, profesionistas, políticos, comerciantes.
Solo por ejemplificar menciona a Mariano Palacios Alcocer, ex gobernador de Querétaro, y al empresario Lorenzo Servitje, fallecido hace tres años, quien fue uno de los promotores de la colombofilia en México.
Y aquí, en el Cerro de la Estrella, está Roberto Padilla, quien suelta cuatro palomas que minutos después atrae con suaves silbidos mientras sobrevuelan el cielo de Iztapalapa.