Tepito tiene un visitante distinguido en su galería José María Velasco. Es el regreso de un hijo adoptivo, el artista plástico Jorge Pérez Vega, quien nació hace 75 años en la colonia Santa María La Ribera, para después trasladarse con su madre, de oficio cocinera, a diferentes colonias, incluido el popular barrio, muy cerca de la calle Allende y a tiro de piedra de la Academia San Carlos, donde culminaría su formación académica.
En aquella zona —significativa en el entonces Distrito Federal, gobernado por Ernesto P. Uruchurtu, apodado El Regente de hierro, querido por unos y odiado por otros — tuvieron su apogeo el Teatro Tívoli y el cabaret Imperio; y no muy lejos estaba la Escuela Iniciación Artística número 1, del INBA, por lo que el destino colocó al jovencito Pérez Vega en el lugar y el entorno precisos, pues ahí comenzó a trazar sus bocetos.
También vivió de manera temporal en las colonias Polanco, Tabacalera y Roma. Le tocó sentir el terremoto ocurrido el 28 de julio de 1957, que provocó la estruendosa caída del Ángel de la Independencia. Un chilango hecho y derecho, de pies a cabeza, desenvuelto en zonas de la vieja ciudad que lo forjaron como adolescente y joven de épocas históricas.
El maestro evoca un momento toral cuando vivía en la calle Libertad, corazón del barrio bravo, pues cerca estaba la escuela primaria donde por las tardes impartían Iniciación artística donde, “por fortuna”, dice, su mentor Ángel Bracho le enseñó clases de grabado. Este profesor era integrante del Taller de Gráfica Popular, un colectivo de artistas fundado en 1937 por Leopoldo Méndez y Pablo O'Higgins, entre otros.
En aquellos tiempos era fácil ingresar a escuelas de arte, pues al terminar la secundaria podías estudiar en la Academia de San Carlos, por ejemplo, situada en el mero corazón del Centro Histórico de Ciudad de México. Fue el caso de Pérez Vega, quien, por cierto, había hecho su primera comunión en la parroquia de Santa Catarina, ubicada en el barrio de la Lagunilla, un factor más que reafirmaría su apego.
Por la memoria del maestro pasan imágenes de la calle Libertad, donde había anticuarios que llamaban su atención, pero cuando entró a la escuela, recuerda, tuvo menos tiempo para detenerse a observar, ya que cada vez más lo ataba el horario académico, que abarcaban mañanas, tardes y noches.
Pero él no sentía el paso del tiempo. En la escuela disfrutaba un nuevo mundo. Había entrado en una novedosa dinámica que incluía salidas de los alumnos a otras zonas del país, invitados por maestros, para conocer el arte colonial, el arte prehispánico. Empezando, por supuesto, con los murales del Centro Histórico, que estaban —están— a la mano de todo el mundo.
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Las obras de Orozco, Siqueiros y Rivera, entre otros, estaban a su alcance, siempre guiado por sus maestros, y así fue como el joven Pérez Vega y condiscípulos captaron las tendencias de los grandes muralistas.
A San Carlos entró en 1963, cuando frisaba los 16-17 años, asesorado por su madre y sus padrinos, además del grabador Adolfo Quinteros. Todos reforzaron su empeño para entrar al mundo de las artes plásticas.
Y fue hasta 1969 cuando termina sus estudios, pues se cruza el Movimiento Estudiantil del 68, que interrumpió el ciclo académico. Terminaba así la carrera de pintura, además del rotograbado, en ese lapso donde tuvo un maestro al que especialmente recuerda: Antonio Rodríguez Luna, pintor español que vivió en México durante 46 años.
—¿Se podría decir que fue usted un privilegiado?
—Desde luego, sí, nosotros tuvimos cantidad de experiencias porque vivimos la huelga de la UNAM, que aunque fue en Ciudad Universitaria, San Carlos también tenía presencia.
Fue aquel momento en que era rector Javier Barros Sierra, accesible a las propuestas de los estudiantes de San Carlos.
—Y se cruza el 68.
—Sí, claro, eso nos dio experiencias importantes.
—Porque usted perteneció al Mira.
—Sí, claro, y todos los que fuimos del Grupo Mira, fuimos activistas del Movimiento Estudiantil del 68. Entonces tuvimos esa convivencia de esa jornada importantísima y después fuimos profesores en la Universidad Autónoma de Puebla— comenta, en referencia a la UAP.
En la UAP daba clases de pintura y serigrafía, mientras que Jesús Martínez impartía Grabado. Era la primera experiencia como profesores con una generación de alumnos que logró exponer su obra.
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Y ahora, en la sala principal de la galería, expone La subversión de los símbolos, una obra realizada durante su encierro a causa de la pandemia.
Es el mismo hombre que en los setenta formó parte del Grupo Mira, que tuvo como compañeros a Melecio Galván, Arnulfo Aquino, Eduardo Garduño, Rebeca Hidalgo y Silvia Paz Paredes.
—¿Qué significa regresar a uno de sus orígenes?
—Pues esa iniciativa de Alfredo Matus —director de la galería— fue muy enriquecedora y estimulante, porque dije: Bueno, voy a regresar a este lugar donde viví muchas experiencias juveniles; y, además, estoy en esta galería que tiene ya 71 años de funcionar.
—Muy bien, ¿no?
—Fue una motivación muy interesante para mí: reunir las cosas que hice durante la pandemia y presentarlas ahora en este momento que todavía estamos viviendo las secuelas.
—¿Qué plasma en esta obra?
—Durante la pandemia, en 2020, muchos en el mundo nos tuvimos que encerrar en nuestras casas, porque acatamos las reglas, pero esto creó conflictos familiares y una serie de problemas sicológicos.
—Sí, por supuesto.
—Pero también hubo gente que se manifestó positivamente, como pudimos observar en los noticieros a los músicos que salían a los balcones a tocar sus instrumentos y de esa manera rompían con el aislamiento a que se veían sometidos…
—…Y usted se puso a pintar.
—…Entonces yo, en este caso, como se iniciaba la conmemoración del 250 aniversario de Ludwig van Beethoven, aunque se cancelaban una multitud de eventos y otros se reciclaban, entonces yo me dije: “Por qué no le hago un homenaje al gran músico alemán”.
Y trabajó algunas ideas sobre ritmos, armonías, sonidos, música. “Y me fue gustando —comenta sobre el autor de la Quinta Sinfonía –, porque escuché toda la obra conocida en grabaciones y veía las imágenes de televisión donde transmitían conciertos, y me fui nutriendo, pues también leí la biografía del músico que hizo un escritor francés”.
Y también escuchó jazz, rock, música nueva; en este caso, una de las piezas, Homenaje sonoro, está dedicada al baterista de Los Rolling Stone, Charlie Watss, quien falleció el 24 de agosto del año pasado.
Una de las pinturas está dedicada al Iztaccíhuatl, que en 2018 perdió la nieve, por lo que una expedición universitaria colocó una placa para recordar que ahí hubo un manantial. La pieza del maestro está basada en la crisis ambiental.
En su obra, enmarcada dentro del arte abstracto, predominan los tonos rojos, el azul celeste y amarillos y los símbolos.
El artista, escribe Alfredo Matus, “refiere dos elementos inspiradores: la soledad y aislamiento que vivió en su casa estudio, provocado por la pandemia, y largas sesiones de música clásica…”
Es lo que presenta la sala principal de esa galería, en el número 55 de Peralvillo, rodeada de comercios y barullos que se desparraman a lo largo de esa avenida que divide Tepito, el popular barrio de la Morelos, entre vetustos vecindarios, callejuelas y bullanguero ambiente donde se mueve un mundo subterráneo con pincelada de cosmopolita.
Humberto Ríos Navarrete