Cultura

Barcos, chalupas y lanchas de la Obrera

Hace 46 años lo llevaron a conocer la arena blanca y el mar turquesa de Cancún, Quintana Roo, pero Lorenzo Romero Rueda, que frisaba los 25, notó que su padre se había quedado sin dinero, de modo que desarmó su lancha de miniatura, esas que se mueven a base de vapor, y comenzó a elaborar otras similares para venderlas entre los turistas.

Romero prefiere ahorrar detalles sobre esos días de sobrevivencia, que sumaron treinta, pero supo que esa ocurrencia sería su tabla de salvación para mantenerse el resto de su vida, pues como pintor de brocha gorda ganaba muy poco en la colonia Obrera, de donde había partido con su padre adoptivo, situación ésta de la que tampoco desea profundizar.

Con el paso del tiempo, en lapsos de una vidorria desigual, estabilizó su forma de vivir y se convirtió en uno de los artesanos que subsisten de dicha actividad, ahora apoyado por su nieto, Jorge Yadir, al que ha preparado hasta convertirlo en un experto, pues piensa que es la única herencia que le puede dejar a quien sufre una discapacidad.

Pero retornemos a Cancún, con aquel Lorenzo que había nacido en algún lugar del estado de Veracruz, pero creció bajo el techo de un hogar chilango, pues sus padres biológicos no tenían posibilidades económicas y decidieron darlo en adopción. Fue así como su nueva familia lo acogió.

Y fue como aquel año acompañó a su padre, pero se quedaron sin dinero, por lo que desarmó su lanchita e hizo todo lo posible para reconstruirla y hacer otras, aunque burdas, para venderlas bajo las enramadas.

Lorenzo había crecido en una colonia donde florecieron los antros más populares de la capital, como El Burro, El Caballo Loco, El Quinto Patio, El Tío Sam, El Infierno y el Barba Azul, algunos ya desaparecidos, de modo que se formó en un ambiente donde lo absorbió el alcohol, que después dejaría, reanimado por una amiga, por lo que mantenerse en tierra extraña no le representaría gran sacrificio.

Lo primero que hizo fue una pequeña caldera con tubito y un pedazo de latas vacías de manteca, de esas con las que se acarrea agua en provincia, y mandó a elaborar un molde de madera; y así, de forma se la pasó, para después regresar a la Obrera y perfeccionar el mecanismo y convertirse en El hombre de los barcos en miniatura.


***

Poco a poco en la azotea de la casa adaptó un taller —él lo llama “jacalito” — con herramientas prestadas o regaladas por amigos. Lo primero que hizo fue un molde de fierro en lugar del de madera. Después adquirió un troquel y un aparato para soldar; tijeras y dobladoras de láminas.

“La caldera es la que expulsa el vapor por los tubos”, ilustra Lorenzo Romero. “Allí es donde va el chofer con una velita; al calentar el agua, expulsa el vapor. Y es como avanza esta lanchita”.

Y con su sobrino Jorge Yadir Pérez Aragón, quien le dice “abuelo”, comenzó la producción de lanchas, barcos y chalupas.

Los dos comenzaron a visitar algunos lugares de concentración y tianguis, sobre todo en Xochimilco, donde lograron que les cedieran un lugar para vender sus barquitos y trajineras.

“De eso vivimos”, dice Lorenzo, “pero no hemos encontrado un permiso; si no, estaríamos mejor”.

—¿Permiso para qué?

—Para vender —responde quien vive en la alcaldía Cuauhtémoc—, porque los de las camionetas nos levantan de la vía pública. En Xochimilco nos dieron permiso porque les caímos bien.

En su taller sacan el trabajo. Lorenzo deja que Yadir, de 32 años, haga la mayor parte, pues quiere que aprenda el oficio de cortar y troquelar, algo que hace muy bien y rápido, a pesar de tener cierta discapacidad.

Están rodeados de barquitos y lanchas colocados sobre repisas y tapancos.

“Esta es lancha de guerra; nada más les pongo los cañoncitos para que apunten, y sus soldaditos y su bandera”, describe Lorenzo. “Este es un velero; nada más le pongo sus velitas y la parte de arriba”.

—Por aquí hay una trajinera.

—Sí —responde—, nada más le pongo sus mesas con sus refrescos y unos muñequitos simulando que están comiendo.

El problema es que llegó el covid-19 y cerraron los embarcaderos de Xochimilco. Meses después los abrieron, pero la enfermedad ya había cambiado todo. “La gente ya no es como antes, como cuando llegaban en los camiones bien llenos”, recuerda con cierta nostalgia.

—Oiga, aquí hay una de lata…

—Ah, sí, surgió porque me encontré una latita en la calle; me costó trabajo lavarla, pero dije: “la voy a guardar”. Y un día que no tenía nada qué hacer, dije: ¿Qué no podré hacer un buque? Y cuando hice mi primer buque, créame, se me salieron las lágrimas nada más del gusto que me dio porque empezó a caminar. Le puse el barandal y sus muñequitos asomándose al mar. Y mire: siempre que hago una, siempre se me venden.

—¿Y qué siente hacer embarcaciones en miniatura?

—Mucha satisfacción, porque de niño no me compraron juguetes; entonces dije: “Ahora sí tengo todos los juguetes que yo quiera”. Y le dije a mi sobrino: ¿Y por qué no vamos a un tianguis, para comprar material y comida? Y me dice: “Pues vamos”, y empezamos a meternos a los tianguis, y nos daba gusto cuando vendíamos siete, ocho lanchitas.

Y después de aquella lancha hizo un velero; luego, un barco de guerra, otro de pirata y una trajinera, y así fue como aprendió su nieto Jorge Yadir, quien adquirió destreza en la producción de estas artesanías, desde la medición, corte de lámina y otros detalles, para después salir a vender.

***

Jorge Yadir Pérez Aragón sale todos los días de su casa, luego de acomodar sus barquitos y lanchas en una mochila, aborda el metro en la estación Fray Servando, se baja en Salto del Agua, sale y camina entre puestos de pollos destazados, en uno de los cuales sus jóvenes amigos le permiten guardar una gastada tabla y una silla, mismas que traslada a la banqueta de la calle Delicias donde coloca su puesto, pegado al barandal de las oficinas centrales del Sistema de Transporte Colectivo Metro.

Hasta hace poco estaba en un parque, no muy lejos de ese lugar, pero era molestado por cuidadores de autos, quienes lo amenazaban con derribar su puesto si se negaba a obsequiarles un refresco, pero Yadir, no obstante el permanente acoso, se resistía, hasta que una señora, también cuidadora de autos y amiga de su abuelo, le dijo que se colocara cerca de ella y de esa forma no sería molestado. Y así sucedió.

Solo de recordarlo Yadir se enfada y tensa los puños. “Me fastidian mucho con que ya quieren para su refresco, pero ya me tienen cansado, hasta el gorro”, dice mientras se agarra la cabeza.

—¿Qué te decían?

—“Si no me das una coca”, me decían, “te tiro los barcos”, pero una amiguita los puso en su lugar; les dijo: “Ya déjenlo en paz, es discapacitado, respétenlo”.

—Y aquí ya no te molestan.

—No, aquí ya no; haz de cuenta que aquí se siente la paz, hay tranquilidad, para que no me estén molestando.

—Y qué tal te va.

—Bueno, a veces me tocan los días buenos, a veces los días malos; los lunes me va bien…

—¿Y a cómo los das?

—A 50 pesos. Es artesanía mexicana elaborada a mano. Es lo que le digo a la gente.

Y ahí están, abuelo y nieto, en la producción de barquitos y lanchas, incluso buques; a veces vendiendo en la calle; otras, en tianguis, y aunque la epidemia ha disminuido la venta, ellos siguen navegando… contra viento y marea.

Humberto Ríos Navarrete

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