Cuando mi abuelo me enseñaba a jugar ajedrez, mi abuela nos veía a lo lejos. Pretendía estar muy concentrada en su libro, pero yo sentía sus miradas furtivas cargadas de interés y nostalgia. Ocurría dos sábados al mes, cuando yo iba a comer a su departamento en la calle de Fresas cuya sala daba a un jardín donde a las cuatro de la tarde un enfermero empujaba a una niña en silla de ruedas hasta un columpio, la cargaba, la subía y la balanceaba durante media hora. Era una niña de mi edad: ocho o nueve años, y cada que su cuerpo subía con el columpio, emitía una hermosa risa ruidosa y feliz que a mí primero me contagiaba la sonrisa y luego me sumía en siniestras ideas sobre crueldad y accidentes, ¿alguna vez caminó?, ¿qué ocurrió con sus piernas?, ¿puede estirarlas?, ¿si las estira le duele?, ¿sus tobillos se mueven?, ¿algún día caminará?, ¿el columpio le provoca sueños de trepidación y vértigo? Nunca le formulé estas preguntas a mi abuela, quien seguro algo sabía sobre su pequeña vecina, porque eran preguntas que me hacían sentir dolor y pena; sin embargo, sí le hice, sin saberlo, preguntas más personales y oscuras:
“¿Por qué tú no juegas ajedrez, abuelita?”.
Y ella se puso extraña y repentinamente seria.
“No me interesa”.
“Pero, ¿no sería bonito que jugaras con abuelito?”.
Y de la seriedad pasó a un ánimo hosco:
“Para eso ya tiene a su amigo Andrés”.
“Pero, ¿no sería bonito que ustedes pasaran tardes juntos unidos a través del ajedrez?”.
Y, cosa insólita, de la hosquedad pasó a lo brutal.
Juego ajedrez, no porque me lo enseñara mi abuelo, sino porque mi abuela lo soñó
“No hay pero que valga: es un juego para hombres y ya está, a una mujer no le queda jugar ajedrez, es como si tú te fueras a la escuela con falda”.
Nunca antes había sido agresiva conmigo. Y yo no entendía el porqué de su violencia. Estuve a punto de citarle mujeres ajedrecistas y afirmarle que ponerme una falda era una idea que me gustaba, pero lo único que dije fue perdón y nunca más volví a hablar sobre el asunto.
En estos últimos meses una idea de D.H. Lawrence me obsesiona: somos los sueños secretos de nuestras abuelas, no los que soñaron abiertamente y persiguieron, sino los que soñaron escondidas, con miedo y culpa. Y a partir de esta idea ensayo una respuesta: el ajedrez me apasiona porque mi abuela, oculta, con miedo y culpa, siempre soñó con jugarlo. Estoy convencido: si yo juego ajedrez con pasión no es porque mi abuelo me lo enseñó abiertamente, sino porque mi abuela lo soñó en secreto. Y últimamente me obsesiona otra pregunta, una más compleja: ¿cuáles son mis sueños secretos? ¿Qué sueño con miedo cuando me oculto? Y resulta tan bello y siniestro: de ese sueño estarán hechas mis nietas y nietos. _
Hugo Roca Joglar