Las luces de navidad cada fin de año en nuestro jardín eran la máxima felicidad de mi infancia y mamá, divorciada desde que yo tenía 4, siguió con esa tradición incluso cuando me fui a Montreal a estudiar una maestría en Ingeniería. Julián bebe café en la sala de la casa que heredó de su madre Felícitas, quien murió en su cama, en junio, a los 78 años a causa de un infarto. Regresé a los 28 años a vivir con ella en lo que encontraba trabajo, que encontré rápido pero mal pagado y así, entre trabajos inciertos, se me fueron los 30´, y la relación con mamá se volvió ríspida, pero más que nada, se volvió muy triste.
Luces de navidad rojas y azules serpenteaban por troncos y ramas de los cinco pinos del jardín; luces de navidad amarillas y verdes trazaban en el suelo estrechos caminos que desembocan en arbustos adornados con esferas luminosas de reflejos verdes y naranjas; luces de navidad amarillas y blancas enmarcaban la puerta de entrada y seis ventanas de la fachada principal.
A mí me tumbaba la tristeza de, a pesar de mi capacidad, no ser capaz de conseguir un sueldo que me permitiera emprender una vida independiente. A mi mamá la tumbaba la tristeza de verme fracasado a pesar de haber realizado ocho años de estudios especializados.
Y por la noche, cuando todas las luces de navidad se prendían, los vecinos nos formábamos afuera de ese jardín mágico en el barrio de San Lucas (alcaldía Coyoacán) y Doña Felícitas nos metía por grupos de 10 durante cinco minutos (las visitas comenzaban a las 8 y terminaban a las 11.30) para que nos tomáramos fotografías rodeados de semejante paisaje de celebratorio cromatismo imparable.
Pero las luces de navidad en nuestro jardín siguieron y yo no dejaba de pensar en la ironía: mientras para ustedes, los vecinos, nuestra casa era un faro de alegría, dentro de la casa, ocultos de las luces, vivíamos dos personas desencantadas.
El espectáculo de las luces de navidad en la casa de San Lucas comenzaba el 20 de diciembre y terminaba el 4 de enero, y así fue durante 39 años, hasta 2019, cuando por primera vez en mi vida esas luces ya no brillaron.
Ahora que mi madre ha muerto, yo no puedo seguir llenando nuestro jardín de luces, porque sería mentira: vivimos en la mentira de que el fin es la alegría, de que a los pesares hay que darles prisa porque el tiempo los cura. Quizá antes eso era cierto, quizá mi mamá sí creció en un mundo así: donde con el tiempo los sueldos mejoraban y con dinero en la bolsa las personas se perdonaban porque tenían el tiempo de irse de vacaciones y ganaban tiempo recorriendo en sus coches nuevos una ciudad más chica que no se embotellaba.
Julián no puede soportar las luces que su mamá hacía brillar. Él está convencido de que, en el mundo actual, el tiempo es la enfermedad.