No es fácil opinar públicamente, o por lo menos informar con seriedad y responsabilidad.
No creo sea cómodo pertenecer al llamado Círculo Rojo.
A ese grupo de periodistas famosos que son estrellas y que en un mismo día opinan sobre geopolítica y petróleo, sobre feminismo y violencia, sobre el dólar y el pánico bursátil; sobre coronavirus y de la ofensa presidencial mañanera.
Tampoco es sencillo estar informado en un torrente noticioso donde abundan los sesgos y las falacias, los modelos mentales deficientes, las metáforas defectuosas y las frases hechas.
Ejemplo de complejidad son las noticias sobre el coronavirus.
En una misma columna periodística hay términos como “punto de inflexión” “profecía auto cumplida” “muestra representativa” “cobertura poblacional” y “sesgo de confirmación”.
Entonces saber leer y escribir no es suficiente para entender un mundo complicado. Conviene tener una robusta dotación de conocimientos y una mente bien amueblada.
Vale practicar una lectura crítica y cuando algún enunciado nos parezca confuso o resulte desconocido matemos la duda investigando en Google, Wikipedia, o en algún diccionario.
No soporto la arrogancia intelectual. Me incomodan los charlatanes que alardean de lecturas y de cultura porque la educación y el conocimiento son igual que la prosperidad y la felicidad: se notan tan fácil que resulta sospechoso que alguien los presuma.
Pero tampoco olvido la advertencia del proletariado intelectual.
Ese tan duro término con el cual el sociólogo Alvin Toeffler denominó a la mayoría que lee pero que no entiende, que no distingue entre propaganda y hechos, que es manipulada con noticias falsas y que se atraganta con información basura de las redes sociales.
Esa mayoría ingenua que es utilizada por los políticos demagogos para ganar elecciones y mantenerla hipnotizada mientras la hunden en la ignorancia y en la pobreza.