Hace tiempo me percaté que ya era moda usar anteojos. Usarlos sin aumento y sin tener alguna insuficiencia visual.
Usarlos únicamente para proyectar cierta imagen profesional o un estudiado “perfil intelectual”.
Treinta años y millones de dólares invertidos en publicidad constante costó a los fabricantes de lentes, de anteojos y de gafas de sol convencernos que su producto es un glamoroso accesorio de moda y no una incómoda prótesis médica.
Se tardaron. Lo hubieran hecho antes. No pude esquivar el apodo de cuatro-ojos como tantos niños que debimos usar anteojos en edad escolar.
Prada. Ray-Ban. Boss. Versace. Oakley. Zegna. Gucci. Diesel. Guess. Lacoste. Michael Kors.
Todo centro comercial que se respete tiene una o varias tiendas que ofrecen decenas de opciones, estilos y precios.
Pareciera que hay una intensa competencia entre los fabricantes de gafas premium.
Pero tal competencia es ficticia, siete de cada diez armazones y gafas de sol vendidas en el mundo son diseñados, fabricados y distribuidos bajo diferentes licencias de marca por una gigantesca empresa italiana con sede en Milán.
La empresa se llama Luxottica, tiene miles de tiendas alrededor del mundo y el año pasado vendió treinta millones de dólares diarios.
Es la compañía responsable del renacimiento de la marca Ray-Ban.
En los años noventa tal marca vendía sus famosas gafas de aviador por quince dólares hasta en gasolineras y ferreterías de descuento.
La falta de rentabilidad y los problemas financieros ahogaban a Ray-Ban.
Luxottica compró la marca e inició una exigente campaña de calidad y de reposicionamiento comercial para así recuperar la famosa imagen de las gafas usadas por Cruise en Top-Gun, por Schwarzenegger en Terminator, y por Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany´s.
Ray-Ban es un interesante caso de negocios, pero también es una historia de ajuste de percepciones, de cambios en improntas culturales, de entender que con un mensaje adecuado casi cualquier desventaja puede aprovecharse para mejorar.