Hace años emprendí un largo viaje a través de la bota de Italia. En el extremo, en Bríndisi, me subí a un barco que habría de navegar entre las islas griegas. Sentado en la cubierta, con una mochila, con muy poco dinero, llegué a Corfú. La isla, pintoresca y glamorosa, es conocida por las celebridades que buscan refugio en sus callejuelas, en sus playas, en sus casitas blancas acuchilladas por un sol agobiante. Alguien muy confiable me había dicho que ahí se escondía Greta Garbo, sola y atormentada, acosada por los achaques de la vejez. Su proverbial belleza habría cedido ahí, detrás de las persianas cerradas, a las embestidas de las arrugas.
La actriz de origen sueco, retirada desde 1941 a los 36 luego de una corta pero brillante carrera, vivía en aquel apartado paraíso tratando de pasar desapercibida entre montones de turistas. Eso decían. Acosada por los periodistas, los productores, los admiradores, vivía sus días como un enigmático mito en fuga.
Nunca di con ella. La busqué por todas partes imaginando cómo se vería a las puertas de los 80. Rubia, de piel muy blanca, elegante, escondida detrás de unos enormes anteojos oscuros, seguiría siendo aquella mujer altiva que sabía poco, casi nada, acerca de la sonrisa. Por alguna razón tenía en la cabeza la idea de que habría de encontrarla en un colorido negocio callejero de fruta, una carreta bajo el sol, plena de manzanas, toronjas, melones y sandías. Pero no. Si estaba por ahí cerca lo suyo no era la alimentación sana.
Once días después me subí al barco y emprendí el regreso. Entendí entonces el sentido de una de sus pocas declaraciones: “Mi vida ha sido una travesía de escondites, puertas traseras, ascensores secretos, y todas las posibles maneras de pasar desapercibida para no ser molestada por nadie”. Poco después supe que una neumonía en complicidad con una insuficiencia renal se la habían llevado en Nueva York a los 84. Tal vez muchos ignoraban entonces quién era aquella mujer que esperaba su último adiós en la plancha de una funeraria local antes de entrar al crematorio.
Desde sus inicios en Hollywood al comienzo de lo años 20, había actuado en un montón de películas mudas y sonoras, dirigida por los más grandes directores y al lado de los mejores actores. Su desempeño en Ninotchka a finales de los 30 bajo la dirección del enorme Ernst Lubitsch hizo crecer su popularidad no solo por su actuación sino por su única sonrisa pública.
La Garbo dejó constancia de sus sufrimientos en muchas de sus cartas, dirigidas a las mujeres que amaba. En ellas hablaba de su soledad, de sus miedos, de sus angustias. Un buen paquete de esas misivas anda de aquí para allá, entre devotos fanáticos y casas de subastas. Se cotizan a buen precio y su valor tiene que ver con la enorme belleza de aquella mujer y los relatos de su sufrida existencia en los brazos de una profunda soledad.