El 10 de mayo de 1940, en medio de una situación militar y política extraordinariamente adversa, Winston Churchill fue designado Primer Ministro del Reino Unido. Los ejércitos de Hitler avanzaban inconteniblemente sobre Europa y hacían caer bajo su égida, en cuestión de meses y semanas, a gobiernos y territorios nacionales enteros: Polonia, Bélgica, Holanda... Francia estaba a días de rendirse al dictador alemán. Por su parte, Gran Bretaña enfrentaba la nada agradable disyuntiva de buscar una paz negociada con Alemania o plantarle cara sola, por lo menos en ese momento, en el plano estrictamente bélico.
Era poco halagüeño arribar así al cargo que siempre buscó Churchill, es decir, encarando una tempestad que amenazaba con destruirlo todo. Además, no había muchos datos para documentar el optimismo: el ejército británico estaba siendo atrapado frente a las costas del norte de Francia, el pueblo atravesaba por una gran desmoralización y la clase gobernante prácticamente se había resignado a la rendición.
Irónicamente, sin embargo, esa circunstancia de dificultades y desorientación propició la dimisión de Neville Chamberlain al cargo de Primer Ministro --el hombre que dos años antes, en Munich, careció de carácter para oponerse al expansionismo de Hitler.
Hasta antes de la guerra que lo proyectó como héroe, Churchill poseía una reputación no necesariamente positiva. Sus costumbres y maneras escandalizaban. El historiador Anthony Mc Carten, ha identificado los siguientes adjetivos que durante su vida se utilizaron para definir a este victoriano hijo de un aristócrata inglés y una estadounidense hija de un magnate de Wall Street: “Orador titánico. Borracho. Ingenioso. Patriota. Imperialista. Visionario. Diseñador de tanques. Metepatas. Espadachín fanfarrón. Aristócrata. Prisionero. Héroe de guerra. Criminal de guerra. Conquistador. Hazmerreír. Albañil. Propietario de caballos de carreras. Soldado. Pintor. Político. Periodista. Ganador del Premio Nobel de Literatura”.
Su carrera había estado plagada de cambios de partido, errores bélicos de consideración --como la muerte de decenas de miles de soldados aliados a quienes puso al alcance de las ametralladoras turcas en Gallipoli, durante la Primera Guerra Mundial-- y acusaciones de represor de huelgas y movimientos obreros.
A veces, la grandeza de un hombre surge de sus oscuridades más profundas y se sostiene sobre ellas. La voluntariosa obcecación de Churchill, aunada a su ferocidad personal y su sentido crítico --cuestionaba sin ambages lo que consideraba la errónea política exterior de Reino Unido-- hicieron de él el hombre necesario para la circunstancia que se presentaba. En el poder, Churchill tuvo la visión, la fuerza de carácter y el criterio, para tomar la decisión correcta a pesar de sus vacilaciones y los malos augurios. Su elocuencia hizo lo demás. Convocó al Parlamento, a los partidos y a todos sus compatriotas a enfrentar con determinación inalterable a los invasores alemanes. Les habló con la verdad y con la fuerza de sus convicciones: “No tengo nada que ofrecer más que sangre, fatigas, lágrimas y sudor...”. Y después ocurrió el milagro de una nación que se levantó del derrotismo: unida hizo la guerra y salió airosa ante lo que parecía imposible.
No intento equiparar a López Obrador con Churchill, pero encuentro algunas analogías. Una, es la personalidad extraordinaria, contradictoria y desconcertante, a veces; la fuerza del carácter y las convicciones que definen al presidente mexicano. ¿Quién puede negar que es un hombre comprometido con sus creencias hasta el tuétano? ¿Cómo no reconocer su disposición a entregarle a las causas que defiende hasta la última partícula de energía personal que posee?
La segunda analogía se relaciona con el escenario que lo hizo llegar al poder: es el hombre adecuado para enfrentar la crisis que vive un México plagado de dificultades y desmoralización. Probablemente, si el gobierno de Peña Nieto hubiese rendido cuentas diferentes, López Obrador no estaría en Palacio Nacional. Habría pasado a la historia como el eterno y rijoso aspirante a la presidencia.
Esperemos, ahora, a ver si López Obrador, como Churchill, es capaz de restaurar la confianza de los mexicanos en su país y galvanizarlos para emprender la guerra que necesitamos: unidos para vencer el flagelo de la corrupción y la colusión de la autoridad institucional con el poder de las organizaciones criminales, dispuestos a cooperar --todos los sectores-- para producir más riqueza y generar empleos bien pagados, convencidos de la necesidad de reconstruir las capacidades del Estado para impartir justicia y garantizar la seguridad nacional...
Todo esto es, en el fondo, real y metafóricamente, una guerra que nos exige, para salir victoriosos, contar con un verdadero líder que movilice a la nación y la haga dejar su postración. Al parecer, la historia va en esa dirección.
Churchill y López Obrador
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Héctor Raúl Solís Gadea
Jalisco /