América Latina tiene 201 millones de personas en situación de pobreza, en tanto de ese conjunto unas 82 millones de personas se encuentran en pobreza extrema. Esto significa que el 32 por ciento de la población latinoamericana se encuentra en pobreza y el 13 por ciento en pobreza extrema, de acuerdo al Anuario Estadístico de América Latina y el Caribe 2022 realizado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Luego del marcado aumento de la pobreza tras la pandemia, el año pasado se dio una leve disminución debido a que las economías se están frenando y que los precios se mantienen elevados.
En cuanto al crecimiento, el promedio latinoamericano fue de 3.7 por ciento en 2022, lo que representa la mitad del repunte de 2022, cuando la cifra fue de 6.7 por ciento. Hay una marcada desaceleración, un freno en el efecto rebote que se dio luego de la caída generalizada de las economías en 2020. Y con este freno hay una menor generación de empleo y no se impulsa la recuperación de los salarios.
A esto tenemos que añadirle los precios altos: la inflación sigue siendo elevada y en 2022 alcanzó un promedio de 15.4 por ciento, muy por encima del 12.4 por ciento que se tuvo en 2021, de acuerdo a los datos de la Cepal. Cuando los precios se mantienen altos, el impacto más fuerte se da en las personas que tienen menores recursos. Y en una América Latina con 201 millones de personas en pobreza esto representa un empobrecimiento mayor: no sólo hay personas que pasan a las filas de la pobreza sino que las que ya estaban ahora tienen una condición de vida todavía más precaria.
La situación es más que complicada: hay mucha pobreza, se crece poco y para colmo los precios se devoran los ingresos de la gente. Si a esto le sumamos que vivimos en el subcontinente más desigual del mundo, un espacio en el que pocos multimillonarios se enriquecen rápidamente mientras millones de latinoamericanos se vuelven cada vez más pobres, entonces parece que estamos ante un espejo distorsionado: deberíamos vernos como una región de abundancia, prosperidad y riqueza, pero el reflejo nos devuelve pobreza, precariedad, desigualdad y malestar.
Pese a los pronósticos complicados, más que la urgencia por las proyecciones de 2023 hay que poner la mirada en aquello que no se ha hecho y que podría marcar el gran salto cualitativo y cuantitativo: mejorar la calidad de gestión, aumentar y optimizar la inversión social, y convertir a la educación y la ciencia en los grandes motores del desarrollo. Si miramos en qué invertimos, cuánto invertimos, cómo invertimos y, sobre todo, cómo malgastamos los recursos, seguramente nos encontraremos con una de las grandes causas del atraso, de la pobreza y la desigualdad.
No es algo nuevo. Es más, hasta parece vintage. Pero si alguna vez se pone a la educación, la ciencia y el conocimiento en el centro de las acciones, seguramente se construirá un escenario muy diferente al que hoy tenemos. El atraso no es económico, es educativo.
Héctor Farina Ojeda