Una de las fuentes más importantes del malestar social en América Latina es la desigualdad, esa brecha cada vez más abismal que hace que haya grandes segmentos de la población que no tienen la posibilidad de acceder a niveles mínimos de educación, salud y calidad de vida. A la pobreza que en la región afecta a más de 200 millones de personas tenemos que sumarle las consecuencias de no contar con los recursos para procurar una buena educación, un buen empleo y la posibilidad real de mejorar la condición socioeconómica.
Con la globalización, esa que apareció como la gran oportunidad del mercado ampliado, se potenciaron los efectos de la desigualdad y se ensancharon las brechas entre los que tienen muchos recursos y los que carecen de ellos. Bien lo decía el sociólogo polaco Zygmunt Bauman: la globalización ha sido esencialmente mala porque profundizó la desigualdad a nivel mundial haciendo que los beneficios económicos lleguen mayormente a los sectores ricos, mientras que las poblaciones que viven en la precariedad se volvieron todavía más precarias. Y en América Latina tenemos mucho conocimiento del tema, pues hoy somos la región más desigual del mundo.
Cuando se habla de reducir la pobreza y la desigualdad, una receta clásica tiene que ver con incentivar la generación de empleos para que la gente pueda trabajar y mejorar sus ingresos, con lo cual se espera que todo mejore. Pero hay varias condiciones estructurales que impiden que esta fórmula sencilla funcione: el empleo se ha precarizado en forma acelerada en las últimas décadas, con lo cual se empobrecieron los salarios y las condiciones laborales frente a un mundo cada vez más caro, en tanto la movilidad social está descompuesta: en México, el 70 por ciento de las personas que nacen en la pobreza permanecen en dicha condición pese al esfuerzo, al trabajo e incluso a los estudios.
La precariedad de los empleos, la informalidad del trabajo que en los países latinoamericanos supera el 50 por ciento, limita notablemente la posibilidad real de que las personas mejoren sus condiciones socioeconómicas y superen la pobreza. Otra vez tenemos un ejemplo en México: los mexicanos son los que más horas le dedican al trabajo dentro de los países que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) pero el ingreso promedio es uno de los más bajos. Y otro caso emblemático es Chile, un país que redujo visiblemente la pobreza en las últimas tres décadas pero que enfrenta el descontento social por la desigualdad que hace que millones de personas no tengan lo mínimo mientras unas pocas concentran la riqueza.
Detrás de los indicadores de pobreza y desigualdad hay mucho malestar social, mucha insatisfacción en cuanto a las condiciones de vida, a las limitaciones para acceder a un buen empleo, un sistema de salud eficiente o una escuela de calidad. Y esto no se resuelve con los populismos, las dictaduras, las fobias o los discursos ditirámbicos. La cuestión de fondo tiene que ver con encontrar fórmulas más eficientes para que las economías vuelvan a representar oportunidades concretas para la gente.