El Partido Republicano de Estados Unidos se debate entre el trumpismo y el conservadurismo clásico. Un ejemplo: el contraste entre la congresista Marjorie Taylor Greene, toda una fichita que ha promovido teorías de la conspiración del grupo QAnon; y Liz Cheney, hija del ex presidente Dick Cheney e impulsora del impeachment contra Trump. La primera es una fiel seguidora de Trump y pretende no solo mantener su poder en el partido, sino incluso aumentar la narrativa conspiracionista. La segunda está más apegada al anterior statu quo institucional con visión democrática.
En la Cámara de Representantes se está promoviendo una iniciativa para retirar a Greene de las comisiones legislativas por el peligro que representa su actitud. Sin embargo, la congresista sigue teniendo una base importante de seguidores, por lo que no será tan fácil disminuir su influencia en el partido.
Mientras tanto la próxima semana se llevará a cabo el juicio en el Senado contra Donald Trump, sobre el cual hay división, pero será sumamente complicado encontrar los apoyos necesarios para declararlo culpable, ya que se necesitan dos terceras partes de la votación, o sea al menos 17 de los 50 senadores republicanos, cosa que no parece muy factible, sobre todo porque aún está funcionando el poder de coacción trumpista, tanto por su popularidad como por la utilización de sus artimañas de “negociación” (la amenaza de crear un nuevo partido que minaría las posibilidades republicanas hacia 2022 y 2024, por ejemplo, asusta a muchos). Esto ha detenido la tendencia anti-Trump que se estaba generando entre los republicanos del Senado después del ataque al Capitolio.
Apunte spiritualis. Es verdad, los intentos por neutralizar el movimiento trumpista dentro del Partido Republicano son un hecho. Pero difícilmente lo van a lograr con ideas del pasado. Quizá hace falta que la nueva generación vaya tomando las riendas con nuevas formas de llegar al electorado: ni trumpistas ni conservadores clásicos.