Dicen que, para ser completamente humano, hay que bajar alguna vez al infierno. Con franqueza, creo que ya me empiezan a sobrar infiernos. La primera vez que supe de la muerte y que la conocí de cerca, no me impactó el dolor, la sorpresa absoluta con la que llega o las puertas que se cierran ante su presencia. Tal vez porque la muerte no es un lugar, una entidad o un fenómeno tangible. Lo que más me afectó, fue constatar la mortalidad propia y ajena, y la profunda tristeza que surge tras la herida. Fue entonces, cuando descubrí que tenía que plasmar en papel todo aquello que no podía entender, ni decir “bien”, ni hacer. La muerte me ha dejado claro que no importa la historia, el contexto ni la suerte, nos da una vida de ventaja sabiendo que tarde o temprano ganará la partida. Nadie puede elegir el lugar donde nace. En el caso de la muerte, me ha regalado una nueva y lapidaria lección; la desigualdad es su signo, jamás es justa y suele llevarse a quienes merecen vivir una eternidad.
La muerte igual que una cárcel, silencia y prohíbe ciertas palabras, tales como: tiempo, futuro o deseo. Yo me atreví a soñar y soñé mucho, porque decidí amar a un ser maravilloso, que me ayudó a convertirme en otra persona y que me recordó la tremenda vulnerabilidad de la que hoy soy objeto. Ahora, ante tu ausencia, como dice el verso del poeta argentino Nicolás Dorado, tengo que conseguir un hilo infinito para coser esta terrible herida. Ahora, me doy cuenta que el cuento del cielo, dios y una vida de recompensa más allá de ésta, es un vulgar paliativo que solo sirve para apaciguar el miedo de los que nos quedamos. Ahora intento, utilizar “argumentos” para comprender la realidad de la muerte y tanteo con Epicuro. “Cuando estoy yo, no está la muerte y cuando está la muerte, no estoy yo”. Admiro la racionalidad y ecuanimidad de los Helenísticos, pero siento tu pérdida en todo su esplendor. Cambio a “Ser y tiempo” de Heidegger y asumo que la mortalidad, más que un modo de dejar de ser, es un modo de ser. El dolor se agudiza y recurro a “La condición humana” de Hannah Arendt y me tranquiliza saber que trascender la finitud y mortalidad depende de las obras, hazañas y palabras, cosas que sobrevivirán y serán de alguna forma, inmortales. No detallo las premisas del cristianismo ante al hecho de la muerte, pues la solución es peor que el problema. Imagínense una vida inmortal e indefinida que anestesia la conciencia e instala la indiferencia, igual que Tomás en “La insoportable levedad del ser” de Kundera.
Tú, “Pepa” me hiciste vivir aquel poema de Dylan Thomas que dice: “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo”. La muerte del amor nunca viene de dentro. No creo que sea como la semilla que prospera, genera frutos, madura y concluye su ciclo vital; la muerte vino de fuera, mi amor quiere seguir siendo, preservarse y ser lo que es. Para no amar, como dice Spinoza, haría falta no conocer, pero no conocer equivale a no ser. Así, quien no ama es como si no hubiera nacido siquiera y yo, te amo mi niña y jamás te olvidaré.
@HectorCerezoH
A la sombra de la muerte
- Psi y que
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Héctor Cerezo Huerta
Puebla /